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La playa que quiso ser y no fue

Las playas fluviales, que triunfan por las ciudades de toda Europa como símbolo de modernidad, encuentran en Sevilla el recuerdo de los años de la posguerra en la playa de María Trifulca.

el 24 ago 2010 / 13:10 h.

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Sevilla siempre ha sido esa puerta entre el mar y la tierra más profunda, ese lugar de confluencia de gentes venidas, a través de ambos medios, desde los más diversos lugares. Una ciudad que en otros tiempos fue el origen y el término en los viajes marítimos entre el Viejo y el Nuevo Mundo, como una boca del océano entre olivares y campiñas. La anciana tradición de marineros se clava como una lanza en la memoria de siglos de Sevilla y marca el carácter de una urbe y un pueblo que nunca quiso ni pudo dejar de vivir mirando al mar.

Ya lo dijo el poeta Fernando Villalón, que el mundo se divide en dos grandes partes: Sevilla y Cádiz. Y como gran co-capital del mundo que es, y a pesar de que nuestros hermanos gaditanos y onubenses nos acogen en sus pueblos costas, Sevilla no puede renunciar a su gran sueño de siglos: tener una playa que haga del río Guadalquivir esa boca del océano anclada en la tierra profunda.

Esta aspiración comenzó como un simple aprovechamiento de los recursos naturales de que disponía la ciudad, cuando esto aún era algo que la gente solía hacer antes de que las autoridades políticas comenzaran a llevar la iniciativa en el uso de los espacios públicos. A principios del siglo XX había a lo largo del cauce del Guadalquivir varios lugares donde los chiquillos tenían por costumbre darse un chapuzón en los días estivales. El principal era el conocido como la playa de María Trifulca, en la Punta del Verde, más o menos donde hoy se encuentra el puente del V Centenario. A esta zona de arenales naturales solían acudir cada fin de semana decenas de familias enteras, de modo que la playa era famosa por la enorme afluencia así como por una serie de truculentas historias que, entre otras, incluían las de los muchos ahogados a causa de las corrientes en esta parte del río.

Aunque el éxito de la playa de María Trifulca fue enorme en los años de la posguerra -llegaron a regentarse varios ventorrillos en las inmediaciones-, cayó en desgracia a finales de la década de los 50, con el desarrollo del Puerto de Sevilla y la reforma de la ribera en la Punta del Verde y las zonas colindantes. A partir de entonces los sueños de los sevillanos por tener una playa se vieron reducidos a las incursiones de los chiquillos más allá de las vías del tren, en Torneo, con el fin de darse un chapuzón en otra playa improvisada, esta vez en La Barqueta.

Desde entonces, aquella vieja aspiración de los sevillanos quedó enterrada, en nombre del progreso de la ciudad, junto al recuerdo y el hermanamiento con el río que dio a Sevilla la grandeza de antaño. Y tuvo que ser, precisamente, la conmemoración de la Sevilla que fue puerta del mar y del Nuevo Mundo la que devolvió el río a la ciudad en 1992, y con ello la ilusión por emprender la hazaña épica de instalar una playa en el río. Fue Alejandro Rojas-Marcos, como candidato a la alcaldía en 1999, quien propuso la construcción de una playa en San Jerónimo, al final de la dársena. El proyecto incluía una zona de arena artificial, con vegetación y baño permitido, gracias a unas tuberías de aire que propiciaban la oxigenación del agua y generaban olas artificiales. Pero esta propuesta, que bien pudo ser ilusionante, quedó relegada al olvido cuando el PA de Rojas-Marcos renunció a la playa de San Jerónimo al entrar en el Gobierno local en coalición con el PSOE de Monteseirín.

Hoy nadie duda que el canal de Alfonso XII es uno de los ejes turísticos de Sevilla, y no sólo eso. También constituye un retablo vivo de su historia y un espejo mágico en el que mirar el futuro de la ciudad. Y a pesar de las actuaciones y proyectos que se presentan para regenerar el cauce urbano del Guadalquivir -unos con éxito, otros no tanto-, nadie ha sido capaz de retomar la idea de una playa fluvial más allá de tímidas propuestas, mientras muchos sevillanos miran con envidia a ciudades como París o Berlín, que disfrutan de playas artificiales en sus ríos como, desde hace poco, los habitantes de San Nicolás del Puerto, en la Sierra Norte, en lo que parece el colmo de la modernidad.

Esa modernidad y ese progreso en cuyos nombres Sevilla renunció a la playa fluvial que el Guadalquivir le dio, mientras ahora suspira por devolverle su sitio con la misma mano del hombre que la quitó del lugar que siempre fue suyo.

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