La Plaza de España fue un pecado de Sevilla, quizás un pecado de soberbia como el de la rebelión de Lucifer: Sevilla quiso ser con ella la madre de un imperio iberoamericano sentimental y abrazar con las manos de sus torres a todos los pabellones de los países del otro Continente, sus hijos, desparramados delante. El simbolismo era tan evidente que un Estado, que se las daba de Leviatán a pesar de su decadencia, la ocupó por medio de sus particulares Arcángeles. La ciudad siguió creyendo que, así y todo, aquello era suyo; durante muchos años se divirtió con sus barcas en el estanque, se extasió con su fuente cambiante, llevó a los niños a recorrerla en los triciclos o en el burrito.
Pero Leviatán, sin alma, siguió cavando su ruina, la separó del Parque -le quitó a sus hijos- hasta convertirla en la anti-plaza, en lugar desolado, campo de las inútiles batallas nocturnas de los vándalos. El proceso lo cerró una alcaldesa con algo más difícil que ponerle puertas al campo: poniéndolas a lo que no existía. Ahora todo se pretende remediar con unos millones de euros pero lo que no existe sólo puede entrar en la vida naciendo o renaciendo. Los pecados originales se perdonan con la redención, con la liberación de lo esclavizado. Empréndanse las negociaciones que hagan falta, lléguese a los acuerdos que sea, recupere Sevilla su alma y los millones vendrán por añadidura.
Antonio Zoido es escritor e historiador