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Cultura

La tormenta subterránea

El descenso a las Sagradas Cárceles donde martirizaron a Justa y Rufina es impactante. Lo que hay bajo la Trinidad va más allá de la arqueología.

el 16 mar 2014 / 12:00 h.

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webtormenta El ‘ojo de la tormenta’ que corona las Sagradas Cárceles justo encima del altar donde se ofician las misas de difuntos en verano. Cuando el padre Luis Cornello apareció por la sacristía empuñando semejante llave, quedó claro que el lugar no iba a ser una cripta más. Es la llave que abre los castillos de los cuentos, la que libera los anclajes secretos de una puerta encantada, la que aparecería en la imaginación en medio de una pesadilla opresiva. Dos minutos después se podría comprobar que las Sagradas Cárceles, recluidas en un subterráneo bajo los pies del visitante de la iglesia de la Trinidad, reúnen un poco de todo eso: de novela, de magia, de pesadilla. Se escriben así, con mayúsculas, como casi todo lo que en Sevilla tiene algo que ver con la religión: las Sagradas Cárceles; aunque ese matiz es innecesario: hacerlo con minúsculas no haría justicia a la emoción que aviva el lugar en quienes descienden a él por primera vez, ya sea con el espíritu piadoso del creyente que accede al lugar del martirio de las santas Justa y Rufina, ya sea con un interés meramente profano por la arqueología. Antes, hace años, había una escalera que conducía hasta esos subterráneos desde una nave lateral del templo; hoy, ese acceso está tapiado, entre la humedad mórbida que ascendía por él a causa de las emanaciones de la cripta y el desuso en que ha caído en las costumbres parroquiales ese trocito de subsuelo de la Sevilla romana. De ahí que la procesión de tres personas protagonizada por la impresionante llave –y donde no podía faltar de ningún modo la guía de estos itinerarios extravagantes, Inmaculada Díez– saliese del templo hacia el patio de la residencia trinitaria, una explanada ascéticamente provista de unas pocas macetas y presidida por una reja bajo el rótulo Sagradas Cárceles. Un tirón de la cancela, dos vueltas de llave y una escalera franca, al fin, que se pierde hacia un sótano de sombras. La cara de Inma Díez cuando por fin plantó los pies sobre la vetusta solería del subterráneo era una síntesis bastante completa de las emociones más primarias, empezando por el sobrecogimiento ante la inmensidad. Y eso que las cárceles son apenas una pequeña encrucijada de dos pasadizos muy bajos que no llevan a ninguna parte. Sin embargo, más allá de sus proporciones espaciales, producen esa sensación. Tuvo que ser el párroco el que rompiese el silencio. «Hay demasiada humedad. Demasiada humedad». El padre Luis no es un hombre locuaz, cosa que en Sevilla casi equivale a pasar por un malage, pero a sus ojos asoma una bondad que lo desmiente. «Fíjese», dice bajito, señalando las bóvedas de cañón encaladas, repletas de varicosidades y llagas. «Estas paredes las repellamos y pintamos prácticamente todos los años, y mire cómo están: abombadas, descascarilladas». webpozo El pozo de la cárcel romana, quién sabe si el mismo que relata la leyenda de las santas. Los huesos de los presentes empiezan a quejarse a la altura de la espalda, y el silencio vuelve a presidirlo todo. La guía ya no saldría de su estupor ni recuperaría la palabra hasta mucho más tarde. Por fortuna, un buen rato antes –de camino a la basílica–, había contado cuanto era preciso conocer antes de la visita, y advertido de todos los detalles en los que convenía fijarse, extraídos de la historia en algún caso, de la leyenda en su mayoría, de los rumores. En ese momento, allá afuera, en la ronda, el sol aún no se había ocultado y el crepúsculo empezaba a enfriar la tarde, y los grandes árboles de los alcorques, estresados por el tráfico y ennegrecidos, miraban a la gente como desde jaulas. De paseo hacia la Trinidad, la gente que se cruzaba volvía a colocarse las chaquetas tras una tarde de intenso calor, a imitación de la primavera. La previsión de ir a entrar en breve en unos pasadizos subterráneos de época romana acentuaba por contraste los ruidos callejeros, todos ellos artificiales: los compresores de los autobuses resoplando sobre las alcantarillas; los chirridos de los frenos; los petardeos de las motos; y, como único pájaro cantor, la señal semafórica para ciegos que silbotea cuando la luz se pone en verde para los peatones. La normalidad, en fin. Y a apenas un centenar de metros de aquello, las Sagradas Cárceles. «Justa y Rufina eran dos hermanas sevillanas del siglo III», cuenta Inma, paseando de camino al templo para hacer tiempo hasta la hora de la cita con el padre Luis. «Pertenecían a una familia muy ilustre de la ciudad, aunque no ejercían cargo público alguno. Sucedió que se quedaron huérfanas y se quedaron al cuidado del obispo Sabino, quien más adelante aparecerá de nuevo en esta historia. Ellas, con sus ahorros familiares, abrieron una alfarería en la Puerta de Triana, y vivían de ello tan tranquilamente cuando un día, con ocasión de la procesión de la diosa Salambona, que era una interpretación de la diosa Venus triste por la muerte de Adonis (que por cierto, Venus tenía un templo para su culto donde ahora está la iglesia de la Magdalena), ambas alfareras se negaron a entregar una limosna. Y no solo eso, sino que derribaron la figura de la diosa y la rompieron, diciendo que aquello no era una representación de la divinidad sino un simple ídolo». webcolumna Inma Díez, ante la columna de las flagelaciones con la cruz grabada. Cómo logró la diócesis sevillana convertir en copatronas a dos iconoclastas (en sentido literal:rompedoras de imágenes) en la ciudad de las mil cofradías y los setecientos imagineros, es tal vez el milagro mayor de toda la Cristiandad (nótese, también, el uso de la mayúscula). Pero esta digresión perpleja no es el asunto, sino lo que sucedió después del estropicio. Que era, dicho sea de paso, lo mismo que pasaría hoy en día en una circunstancia similar. «Justa y Rufina fueron apresadas a trasladadas aquí a la Trinidad, donde entonces estaba el palacio de justicia», prosigue Inma. «El prefecto Diogeniano ordena su encarcelamiento. Sufrieron martirio, las sometieron al potro, las arañaron con garfios... Y todo eso, por ver si se convertían y reconocían la religión politeísta de Roma, pero ellas seguían fieles a Cristo. Las flagelaron –cuentan que ahí abajo, en la cárcel, hay dos argollas en el techo que fue donde las ataron para darles los latigazos. Había, según dicen también, dos agujeros en el techo que daban a la habitación del alcaide para que este pudiese escuchar lo que decían los prisioneros y sacarles así una confesión. Pero ellas se mantenían firmes», relata la cicerone de esta guía. «Las llevaron andando hasta Sierra Morena, pero ni siquiera eso pudo con ellas. Las ataron a una columna que también cuentan que está ahí adonde vamos a ir, y que en ella, en el mármol, a base de arañar y arañar, grabaron con las uñas una cruz. El caso es que Justa cae enferma y se muere, y su cuerpo lo tiran a un pozo que, según la leyenda, había en la cárcel romana. ¡Son muchas cosas las que hay que ver!», advierte, con una sonrisa. «Aquí es donde aparece de nuevo el obispo amigo de la familia, quien consigue rescatar el cuerpo y enterrarlo. A Rufina la llevaron al anfiteatro y le soltaron un león, pero el león no la atacó sino que empezó a lamerle los pies, según la leyenda. Viendo que no había manera, los romanos decidieron decapitarla. Le cortaron la cabeza y la incineraron, y fue el obispo Sabino quien otra vez logró hacerse con las cenizas y darles sepultura junto con los restos de su hermana, dicen que por lo que hoy es Alcalá de los Gazules». Al entrar en la iglesia y antes de acudir al encuentro del párroco, que andaba preparando ya el altar para la hora del rezo del Rosario, Inma Díez se aparta hacia la nave derecha y señala una lápida coronada por la figura de un muchacho en oración: «Esto me llamó mucho la atención cuando lo vi. Es en memoria de un niño que fue raptado en la Plaza Nueva en 1868, el año de la revolución». La inscripción es espeluznante. Dice así: De ángel y mártir al unir los nombres corona el cielo tu sangrienta suerte. Doliente tributo al párvulo secuestrado en la Plaza Nueva el 1º de agosto de 1868 a los 4 años y 5 meses de edad. No es lo único extraordinario que puede contemplarse en el amplísimo templo trinitario, más allá de sus imágenes expuestas al culto y que procesionan con su hermandad en la tarde noche del Sábado Santo. En la inmensa sacristía a espaldas del retablo, sobre una gran mesa central, se encuentra también «la imagen de un Niño Jesús Rey y Redentor que según la tradición lo trajo consigo Fernando III y lo cedió a los religiosos». Pero apenas había dado tiempo de admirarlo, metidito en su urna, cuando el párroco aparecía con la mencionada llave y/o cruz de guía hacia los subterráneos. Allí abajo, el padre Luis iba accionando las llaves de la luz conforme la comitiva iba avanzando lentamente, palpando los muros, saboreando su humedad milenaria, indagando por entre las rendijas, los desconchones y las grietas en busca de alguna verdad que aún no se supiera sobre este lugar aparentemente bendito y maldito al mismo tiempo, pero impactante y opresivo en el cuerpo y en el ánimo como una tormenta. Una tormenta subterránea coronada por un ojo de ladrillo justo encima del altar que preside las galerías. Porque, efectivamente, allí, en alguna que otra ocasión, se ha dado misa y se seguirá celebrando. Parece imposible por la estrechez, pero así es. «Ahora no. Hace tiempo que no», advierte el sacerdote. «Esto es muy húmedo, como le digo, y hace mucho frío. Pero en verano, a veces, se usa para hacer las misas de difuntos». Hablando de difuntos: en la galería principal, la que recorre el tramo desde la escalera de acceso hasta el altar, ambos flancos lucen sendas lápidas funerarias que el padre Luis identifica como personas muy vinculadas a la orden y emparentadas con los Borbones. Una de ellas, la mayor, rebosante de latines, es para el príncipe polaco Joseph Augustus Czartoryski. La otra, justo enfrente, se deja de lenguas muertas y elige un mensaje más sobrecogedor: En la paz de Jesucristo reposa aquí plácidamente el principito Luis Czartoryski y de Borbón, de familia unida con estrechos vínculos a la benemérita pía sociedad salesiana. 13 marzo 1945 - 3 mayo 1946. «Pensamos que aquí tiene que haber muchos enterramientos más», musita el anfitrión de esta visita, «pero no se han abierto», dice, con un mohín de indiferente incertidumbre que le arruga la nariz. Trabajo tendrían, si lo hicieran: aparte de las docenas de osamentas de religiosos que podrían salir de ahí, la excavación bien sería capaz de abarcar una extensión mucho mayor: de hecho, según Inmaculada Díez, mucho mayor que todo el casco viejo de Sevilla, pues los enterramientos antiguos se hacían extramuros, y así se iban acumulando hasta dar casi la vuelta a la ciudad. De hecho, en una excavaciones relativamente recientes en la Carretera de Carmona, apareció una necrópolis romana que puede guardar relación con las cárceles. Entre otras cosas, porque apareció también la planta de una basílica cristiana primitiva que estaría dedicada al culto de alguna figura importante de la ciudad, un obispo o, tal vez, las propias mártires protectoras de la Giralda. Demasiada muerte allí junta. Tanta que incluso puede hablarse de overbooking. La guía relata que, tal y como cuenta otra leyenda de las muchas que afectan al lugar, en la cripta de la iglesia fue enterrado un religioso de la orden y a la mañana siguiente apareció su ataúd desenterrado. Volvieron a taparlo y vuelta a las andadas. Tan insistente se volvió el fenómeno que optaron por llevárselo a otro sitio, cuya ubicación se ignora, y donde presumiblemente descansa ya en paz. Todas estas narraciones multiplicaban su efecto sugestivo bajo el huracán de ladrillo que techa la estancia principal de esa cárcel subterránea en forma de cruz. Habría sido sencillo aliviarse de tales sugestiones tirando de raciocinio, pero entonces, el padre Luis encendió una luz y apareció el brazo de una galería, a la derecha: «Ahí lo que hay es un pozo», decía, señalando hacia una cavidad atravesada de tubos que se pierden en la negrura del subsuelo. Había aparecido el pozo de la leyenda, aquel donde arrojaron el cuerpo muerto de Santa Justa. Y a un costado del altar, sobre una cruz clavada al tabique que ciega otro de los túneles, un garfio se hinca en el techo, dando a entender que aquel era el sitio donde ataron a las mujeres para torturarlas. Y en el propio ojo de la tormenta, unas hendiduras figuran ser esos orificios por los que el alcalde espiaba a los reos. Y presidiéndolo todo, en la hornacina principal y escoltado por dos figuritas de las santas, el trozo de columna donde fueron azotadas y en cuyo centro puede verse, con toda claridad, una cruz grabada en el mármol. Las leyendas empezaban a dejar de serlo. «La visita me dejó impactada, no podía articular palabra cuando salimos. Es una pena que no estén abiertas al público en general, seguro que a muchas personas les encantaría visitarlas y conocer más sobre la historia de las santas», diría Inma horas después de la incursión en este abismo brumoso de la pequeña historia sevillana. Habrá que esperar unos meses para ello. Las cárceles también son para el verano.

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