El anuncio de Cajasol de que en las próximas semanas adjudicará las primeras obras de construcción de la Torre Pelli constituye una prueba certificada de que el proyecto ha superado uno de sus escollos más sustanciales: el ajuste de la financiación al nuevo escenario de crisis. La promotora del proyecto ha rediseñado su programa financiero y ha anunciado que en este próximo marzo se iniciarán las obras del rascacielos de 43 plantas que se alzará al sur de la Cartuja. La torre, por tanto, cuenta con respaldo presupuestario (300 millones) y con el empuje de la entidad financiera que encabeza el proyecto. Pero se sabe bien que tiene que salvar aún un obstáculo de relieve: el impacto que pueda tener en la opinión pública y en las propias Administraciones el informe de conclusiones que presente el organismo de la Unesco que vela por la conservación patrimonial de las ciudades: el Icomos. Los detractores del proyecto rechazan su altura y su supuesto impacto paisajístico sobre el casco histórico y su discurso ha terminado por calar en determinados sectores de la ciudad, que toman sus juicios de valor como dogmas de fe. Están en su derecho de expresar sus discrepancias, pero convendría poner en su contexto estas críticas aceradas y cotejarlas con otras opiniones de urbanistas y expertos en patrimonio que sí están a favor del rascacielos aunque aún no lo hayan expresado en público. Ya habrá tiempo de analizar las supuestas afecciones patrimoniales que pudieran derivarse de su construcción y que aún están por ver, pero lo que debe quedar claro a los ciudadanos es que no estamos hablando de una obra cualquiera que, de pronto, sale a la superficie. Se trata de uno de los proyectos de más envergadura con los que se dotará la ciudad en las próximas décadas, sigue las líneas acordadas en la revisión del Plan General y, por cierto, promoverá la actividad económica de una ciudad como la nuestra, tan azotada por la crisis.
