El triunfo del Frente Nacional en la Guerra Civil tuvo en Sevilla la escenificación de uno de los símbolos que afianzaron su victoria. Mañana se cumplirán 75 años de que desde el balcón principal del Ayuntamiento, junto al pueblo que abarrotaba la Plaza Nueva, el general Gonzalo Queipo de Llano alzó la bandera bicolor como seña de la derrota de la República que democráticamente gobernaba el país desde 1931. El rojo y gualdo triunfaba así sobre el morado de la bandera, significando el comienzo de una etapa de más de 40 años de ostracismo y opresión para el conjunto de la ciudadanía.
El escenario del evento era un ejemplo claro del nivel propagandístico del régimen. Sevilla vivía por aquel entonces -15 de agosto de 1936- la procesión de su patrona, la Virgen de los Reyes, que en aquellos años congregaba a una ingente multitud de ciudadanos en torno a su salida. Fue precisamente el hecho de que toda la ciudad estuviera en la calle lo que aprovecharon los golpistas para concretar un gesto, a priori insignificante, que encerraba la traición de un general a sus compañeros republicanos.
Tres fueron los protagonistas de este hecho. Por un lado, Francisco Franco, que todavía no había sido alzado como Generalísimo de los Ejércitos, el general Gonzalo Queipo de Llano, que ya había recibido su primer baño de masas en la Catedral de Sevilla el domingo 26 de julio, tan sólo una semana después de que triunfara el golpe, y el cardenal Ilundáin, que por primera vez se dejaba ver en compañía de los militares golpistas. La postura del prelado respondía a una actitud unificada de toda la derecha más conservadora, de honda tradición cristiana, que ante el desengaño provocado por el fracaso del golpe de Estado del general Sanjurjo, esperó a que se consolidara el triunfo en la ciudad para demostrar su adhesión al régimen triunfante.
Pero entre las tres personas que protagonizaron la foto principal de la masiva ceremonia, se encerraba la traición más ruin de uno de ellos a la Segunda República. El general Queipo de Llano besó y repuso la bandera roja y gualda en el lugar que ocupaba hasta ahora la tricolor, pero su gesto encerraba el rechazo a sus orígenes. Ni siquiera su discurso, donde hablaba de la "inmoralidad" del color morado, resultaba creíble al conocer que fue un republicano confeso, que incluso llegó a jugarse la vida para que triunfara. Sólo su ansia de poder, que hacía de él un político frustrado, justificaba su actuación.
Todos coinciden en indicar que, a pesar de su porte, Queipo de Llano era el mayor enemigo de la monarquía. Por ello no llegó a entenderse su actitud sin el radicalismo que le caracterizaba. Renegó de su pasado, ése que le hizo cambiarse de chaqueta cuando los republicanos decidieron destituirle de las Cortes, provocando su ofrecimiento ciego a la monarquía. Pero su traición llegó incluso a provocar la muerte de varios compañeros suyos, que le habían ayudado durante su exilio en el año 1931. Los fusiló, negando su pasado, como hizo al poner la bandera bicolor en el lugar que ocupa democráticamente la republicana.
Nadie creía a Queipo de Llano, pero lo cierto es que la ceremonia encerraba otro hecho de singulares características, que ofrecía la imagen de un escenario en el que convivían dos enemigos íntimos, Francisco Franco y Queipo de Llano. Según recoge Antony Beevor en su obra La Guerra Civil española, la relación entre ambos generales no era del todo buena, incluso hasta el punto de que la presencia de Queipo de Llano en la ceremonia de la bandera se tambaleara hasta última hora. "Franco llegó a Sevilla el 7 de agosto y estuvo hasta el día 16. Lo extraño fue que no se alojó en capitanía porque su relación con Queipo de Llano era muy mala", asegura el historiador Juan Ortiz.
Al fin y al cabo, por aquel entonces el futuro caudillo aún no había sido alzado entre honores y su pugna respondía más que a otra cosa a un pulso de iguales entre militares, y claro, en el trato directo, Queipo de Llano ganaba físicamente muchos enteros sobre el que sería generalísimo. Franco lo sabía, pues según indica el propio Juan Ortiz, su amigo José Antonio Primo de Rivera, tras recibir un fuerte golpe, ya le había informado de cómo se las gastaba el general en el trato directo con los demás.
El propio Ortiz relata esta mala relación en una de las historias de su libro, Sevilla 1936: del golpe militar a la Guerra Civil. El día después de la ceremonia de la bandera, Queipo de Llano mandó a fusilar en el foso de la muralla de la Macarena al general Miguel Campins, cuya disputa venía desde que éste se negara a sublevarse junto a él. Lo asesinó a pesar de las cartas que el propio Franco le remitía, pidiéndole clemencia para Campins. Pero hizo caso omiso y, además, actuó con la premura suficiente como para que Franco aún no se hubiera marchado de la ciudad tras el cambio de bandera. Ésa era la realidad, aunque su imagen pública distaba mucho. El mismo día que se fusiló al general, ambos estuvieron juntos en un buque de bandera italiana. Todo fuera por la imagen de un régimen que, en el fondo, encerraba la traición de un general republicano a sus ideales.