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La Vera Cruz atraviesa las aguas y bendice a Los Palacios y Villafranca

La procesión del Jueves Santo en Los Palacios y Villafranca huele siempre a barrio del Furraque y a capilla que antaño fue ermita salvadora de los pobres.

el 15 sep 2009 / 02:03 h.

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La procesión del Jueves Santo en Los Palacios y Villafranca huele siempre a barrio del Furraque y a capilla que antaño fue ermita salvadora de los pobres. Ayer, con olor a lluvia, los corazones se encogieron a media mañana, cuando otro aguacero aguafiestas se derramó sin compasión sobre todo el pueblo.

El Cristo de la Vera Cruz y María Santísima de los Remedios obraron el milagro iniciático de la primavera durante la tarde. Hasta las seis, hora prevista para que asomara la cruz de guía, la hermandad era un pájaro asustado en la ramita de un olivo. Miraban al Cautivo, que había procesionado majestuoso el Martes y le pedían completar la faena. La multitud se agolpaba en el Furraque como en el pie de la montaña pero sin panes y sin peces, sino esperando como hace un siglo a que asomaran su Virgen remediadora y su Cristo de la Curá. Cuando las filas de nazarenos morados llegaban a la otra punta de la calle Larra, el Crucificado se bañaba de sol dubitativo, de aplausos callejeros y de un himno de su banda de cornetas y tambores que ya, incluso desde la cruz, sonaba a victoria.

Al rato aso-mó el primer varal. Y las primeras rosas blancas que nunca había llevado esta Virgen del Furraque. La chiquillería no se daba cuenta, pero las viejas devotas se rejuvenecían con el albo aroma que desprendía un paso que guarda tanta hermandad verdadera, tanta rifa de Dolores la del Berrinche, tanta cera indeleble de los tiempos de Tardío, tanta revirá maestra de costaleros anónimos.

La de Los Remedios no es una Virgen de pena, sino de gloria, aunque ataviada para la ocasión de su Hijo en el Calvario. Por eso medio pueblo le reza todo el año y ayer, pese a todas las pasiones, le gritaban "¡guapa!". Y un eco llevaba el piropo hasta el Toledillo.

Por la Pileta, el Cristo de la Vera Cruz, que sale definitivamente de su barrio, abraza a todos los palaciegos en la envergadura morena y sacra de sus brazos extendidos. Ayer, apenas había sol cuando salió del Campillo. La noche, con el temblor de la lluvia casi olvidado, pareció envolverlo para siempre frente al Sagrado Corazón, donde los costaleros lo lucen en su singular canastilla de caoba. En la carrera oficial, por donde nunca había pasado, sintió su sed aliviada y comprobó que el sacrificio no era solamente suyo, que ya Castillo Lastrucci pensó, cuando lo tallaba, en las gentes que lo adorarían por los siglos de los siglos.

A la Virgen de los Remedios le tocó el turno en el Sagrado Corazón con la noche cerrada encima. Y Ella se mecía entre el gentío al son de una flauta que la acariciaba desde el cielo. Por la calle Sacristanes, frente a la torre del pueblo, por la calle Aurora y en la recta hacia la madrugada, ya el pueblo era un hervidero de fe contagiosa que llevaba a los pasos en volandas, entre saetas desgarradas y cirios eternamente encendidos. Nadie quería decirles adiós a sus santos del Furraque. Así que nadie lo dijo, porque el mundo entero cabía en la capilla.

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