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La vigencia de la cachetada

La reforma de un artículo referido a la patria potestad ha provocado un revuelo en la opinión pública que no deja de sorprender. Se ha sustituido la facultad de corregir razonable y moderadamente a los hijos por la obligación de respetar su integridad física y psíquica.

el 14 sep 2009 / 21:52 h.

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La reforma de un artículo referido a la patria potestad ha provocado un revuelo en la opinión pública que no deja de sorprender. Se ha sustituido la facultad de corregir razonable y moderadamente a los hijos por la obligación de respetar su integridad física y psíquica.

Es decir, se ha dado un vuelco en la redacción de la norma, que de permitir ciertos comportamientos a los progenitores ha pasado a imponer límites a la educación y cuidado de los hijos. Una modificación necesaria, entre otras razones porque lo exige UNICEF, que quiere erradicar los castigos físicos a los menores; pero modificación que ha actualizado el debate sobre el cachete a las niñas y a los niños, interviniendo en el mismo políticos, periodistas, comentaristas y público en general, que, al analizar la reforma más desde su condición de padres que desde los derechos de esos menores, piensan que les han privado de una pieza imprescindible para la educación de los hijos.

Y esta respuesta, como he dicho no deja de sorprender. En primer lugar porque si reparamos en los comportamientos de nuestros niños, podremos comprobar que actúan fuera de toda regla, porque unos padres permisivos y, en muchos casos, descomprometidos con su educación, les dejan campar en los espacios públicos, hasta el punto de que se ha convertido en una medida de precaución comprobar si en el bar, el restaurante, en las tiendas o en los transportes públicos, se nos coloca cerca una familia con hijos, pues a buen seguro sufriremos las impertinencias propias de su edad sin que sus responsables hagan algo para que no molesten. Les dejan actuar sin límite, y sólo cuando a ellos les resultan insoportables viene la amenaza y la cachetada. De tal manera que la violencia, aunque se diga que es mínima, y que, caso de admitirse -con lo que no estoy de acuerdo- debe ser la última ratio, se convierte en la única expresión de autoridad de los padres.

Pero al margen de estos comportamientos, y que revelan el general acomodo con que se desenvuelve nuestra sociedad, hay una razón de peso que debemos considerar. Las niñas y los niños son personas, y como tales gozan de todos los derechos que derivan de la dignidad humana, entre los que están la integridad física y psíquica; unos derechos, cuya protección, si cabe, debe ser objeto de una mayor vigilancia por la situación de inferioridad de sus titulares.

Tanto es así, que esos menores no son objeto de las facultades que a los padres les corresponde en el ejercicio de la patria potestad, sino sujetos de una relación jurídica que les une a sus progenitores, en la que se integran derechos y obligaciones para ambas partes. No nos pertenecen los hijos por el hecho de haberlos procreado o adoptado; antes al contrario, contraemos con ellos una obligación que debemos cumplir en su propio beneficio y de acuerdo con su personalidad, como dice el Código Civil.

Estos hijos, tienen a su vez -continúa el Código- el deber de obedecer y respetar a sus padres. Dicho esto, parece claro que la educación no se puede dejar a la inercia de los acontecimientos, o al socaire de los hechos. La educación no entra como el aire que se respira, sino que requiere de un empleo en profundidad de las madres y los padres en facilitarles a los hijos la herramientas necesarias para construirse como personas, de informarles de las reglas que ordenan la convivencia, de inducirles a la responsabilidad de sus hechos.

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