"¡Pues si supieras que nosotras tenemos que bajar a oscuras para encender la luz!", dice ese cascabelito con forma humana llamado Elena Molina Pineda. "Así que, por favor, ¡no digas nada del fantasma!", ruega, entre cómica y despavorida, con los modales exquisitos de un personajito de Jane Austen. Ella y su hermana gemela Claudia hacían de guías esa tarde para todo aquel que desciendiese a las profundidades de la Facultad de Bellas Artes, al llamado Panteón de Sevillanos Ilustres, cometido por el que van rotando los viernes los cincuenta alumnos de primero de bachiller del colegio Buen Pastor de Sevilla, por iniciativa de su director, Joaquín Egea. La única razón para bajar a este sótano lúgubre y escondido está en que allí yacen los restos, debidamente forrados de mármol, de grandísimos personajes como Gustavo Adolfo y Valeriano Bécquer, Cecilia Bohl de Faber, Alberto Lista, Benito Arias Montano y un montón más con nombres de calles: Mateos Gago, Luis Montoto, Federico Sánchez Bedoya, Amador de los Ríos, José Gestoso... Una de estas eminencias, según leyenda reciente, es un fantasma. ¿Quién? Pero esta no es ni mucho menos, como se verá más tarde, la más inquietante de las incógnitas.
La aprensión de ir descendiendo por una escalinata lúgubre como ella sola se acentúa al constatar, cuando se desemboca por fin en ese enorme mausoleo colectivo, que aquello está más solo que la una (praised be God, que escribiera Shakespeare), lo cual en principio promete ser justamente lo contrario de una divertida tarde de viernes de primavera en la capital del Guadalquivir. Los suelos negros y las paredes blancas de dicho túnel que conduce al subsuelo, por mor de esa minería de la muerte tan española, se abren en ese punto a una planta de cruz latina de mármol rosa y reflejos encerados, ideal para que patinen por ella los espíritus de los poetas cuando nadie los ve. Dos formidables sepulcros en la entrada invitan a meditar sobre la brevedad de la vida o a salir pitando, según prefiera el visitante. Esa pizca de escalofrío es el estado óptimo para descubrir este recinto subterráneo. Pero, de pronto, una vocecilla bisbisea algo a la vuelta de la esquina (¿será la esquina de Luis Montoto? ¿La de García de Vinuesa? ¿La de Amador de los Ríos? Oh, lóbrego monopoly de ultratumba) y, al doblarla por fin, aparecen las dos jóvenes guías que rompen el estrepitoso silencio de los difuntos con un ¡hola! lleno de vida. "¿Conoce el Panteón?" Y el mundo de luz y de color reaparece, junto con el resuello perdido por el susto.
Más allá de la impresión, de esos dos sepulcros de antes y de la sucesión de nombres celebérrimos grabados en la losa de las paredes, aquello tiene poco que ver como cosa en sí. Un par de ¡oh! y de ¡ah! y está liquidado el asunto... salvo por un elemento singular: la estatua del ángel que custodia la tumba de los hermanos Bécquer. El ángel tiene toda la pinta de ser de esos que mueven los ojos cuando se queda uno a solas allí. Terrible. Se sustenta en una especie de pedestal con forma de nube, cuyas oquedades y recovecos están repletos de papelitos que mete la gente con poemitas suyos, ocurrencias diversas, vivas a la República, fotos de Bécquer... Si en Jerusalén tienen el Muro de las Lamentaciones, en Sevilla está la Peana de las Chorradas.
Aparece entonces en el corredor un señor vestido de negro de pies a cabeza. Manifiesta una cordialidad extraña y silenciosa, y una voz atiplada fingiendo sorpresa responde a las explicaciones que le ofrecen las hermanas guías. Pronto se queda a solas ante el ángel de Bécquer. O eso piensa él, porque de repente el aire se espesa y aquello, sencillamente, ya no se puede respirar. Una peste espantosa. ¿Volverán las oscuras golondrinas? Mejor que no, pues caerían muertas por el suelo. El señor de negro de la cabeza a los pies, reparando en la presencia de alguien con quien no contaba, disimula rebuscando entre los papelitos de la peana y extrae uno que, desdoblado, dice, entre otras cosas: Necesito un trago y que me hagas el amor. Y entonces el caballero, con una risita nerviosa, corre a desvanecerse por la esquina, tal y como había venido. Quizá temía que el ectoplasma de Cecilia Bohl de Faber, pues a tal fantasma se refiere la leyenda, se le manifestara abruptamente para afearle la liberalidad de sus esfínteres.
Pero como se dijo, la identidad del espectro no es lo importante. Lo importante es, como diría Bécquer, lo solos que se quedan los muertos aquí en Sevilla. Quienes hayan visitado Londres habrán tenido ocasión de desmayarse de gozo ante el Rincón de los Poetas de la despampanante Abadía de Westminster, el templo más importante del país y lugar donde son coronados los reyes. Pues allí, en un espacio precioso repleto de estatuas y versos, no solo están las tumbas o los mausoleos de Dickens, Kipling, Tennyson, Haendel, Newton o las hermanas Brontë (acompañadas de ese precioso verso de Emily Jane, la de Cumbres borrascosas, que dice With courage to endure): es que, además, está enterrado el mismísimo Charles Darwin, quien con sus hallazgos sobre la evolución de las especies conmocionó la fe como nunca nada lo hiciera. Y yace allí, en la abadía, en suelo sagrado, honrado por la propia religión. Londres.
Aquí, en Sevilla, para encontrar la entrada al Panteón de Sevillanos Ilustres hay que preguntar en información de la Facultad de Bellas Artes, porque la cosa está liosa. Al final, se accede atravesando una cancela que da a docenas de sillas apiladas y por donde no hay sitio para que pasen dos personas a la vez. Y entonces empiezan los diecinueve escalones que llevan a esta cripta de los años setenta, sosa como ella sola, donde Bécquer muere dos veces, por muerte y por olvido. Ni courage ni endure, Emily Brontë: el muerto al hoyo. Bienvenida a Sevilla.