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Cultura

«Llevo toda la vida robándole a la realidad fotografías de cómo somos»

El Hitchcock de la fotografía (el parecido es notable) es sureño, extremeño de nacimiento pero lebrijano de corazón. Este fotógrafo etnográfico de 73 años ha visto pasar por su objetivo costumbres, ritos, danzas y artesanías de los que apenas quedan rescoldos. Él está aquí para contarlo de viva voz y con sus fotografías.

el 15 sep 2009 / 18:46 h.

-Érase una vez un fotógrafo con una mirada singular, escorada hacia una realidad tan cotidiana que a menudo pasaba desapercibida. ¿Cómo continuamos el relato?

-Pues el relato, como usted lo llama, sigue ganando páginas, porque aquí donde me ve, aun con mis achaques, sigo en activo y raro es el día que no tomo la cámara y salgo cual chaval emocionado en busca de inmortalizar otra porción de realidad.

-Sí, pero insisto. ¿Cómo se convierte de Mariano Fuentes en Mario Fuentes?

-¿Pero cómo sabe que no me llamo Mario? ¿Me ha visto acaso el DNI?

-Pues como sé que tampoco es de Lebrija.

-Bueno, bueno; le veo bien informado. Pues sí, no me llamo Mario, sino Mariano, pero como cuando abrí mi estudio de fotografía en Lebrija todo el mundo me llamaba Mario, y como además me sonaba mejor como nombre artístico, pues ahí ha quedado. Y sí, no soy lebrijano. Nací en Fuente de Cantos, Badajoz, pero me vine a Sevilla con 14 años, y poco después me asenté en Lebrija. Llevo aquí toda la vida, como verá, y Lebrija me lo ha dado todo.

-Hechas las presentaciones y precisiones oportunas, le repito la pregunta: ¿cómo se forja el Mario Fuentes como fotógrafo de nuestras costumbres, vivencias y cultura?

-Pues mire, yo salía a la calle con la cámara porque había un periódico que me pedía tal o cual foto, y se las hacía, pero en realidad, lo que me llevaba para mí de esa salida era mucho más que la foto por encargo. Cuando a una persona le gusta la fotografía, no se halla sin su cámara, sin escudriñar el mundo que tiene delante y pasarlo por su objetivo. Y los fotógrafos, al contrario que los pintores -que pueden reformar la realidad que ven-, somos ladrones de la realidad, auténticos cleptómanos que no desaprovechamos una oportunidad de plasmar lo que vemos. Y así me han salido miles de fotos de todo cuanto me rodeaba y de lo que rodeaba a otros, porque nunca me ha importado coger el coche y trasladarme a cualquier sitio donde hubiera algo que fotografiar, algo o alguien, ya sean tradiciones ancestrales, personas entrañables, costumbres distintas a las mías...

-En resumen: que no hay temas menores.

-En efecto. Y salir a la calle es ya encontrarse con el mundo en toda su dimensión; sólo que generalmente no nos fijamos en las cosas pequeñas porque no le damos importancia, aunque puedan encerrar más significado y complejidad de lo que pudiera parecer. Pero claro, las cosas grandes nos tapan el horizonte... Yo he intentado toda mi vida sustraerme del poder de lo grande; quise retratar el ambiente en que vivía, que era agrícola, de posguerra primero y de cierta apertura después -más ficticia que otra cosa-, y así hasta llegar a la democracia.

-Habrá de todos modos quien no lo entienda. Me pongo de ese lado por un momento y le pregunto: ¿Qué puede haber de interesante en fotografiar a un agricultor en plena faena si es lo normal?

-Hacer una foto de un obrero en el campo, de una cuadrilla en plena faena, de un burro con las aguaderas o un molino de agua en toda su simplicidad puede parecer simple, pero encierra un mundo entero en una imagen tan sencilla como cotidiana. Y es que detrás de esa foto tan simple se puede ver lo que era una forma de vivir, de trabajar y de sudar el pan de cada día, e incluso hasta el paisaje que rodea al fotografiado supone un testimonio de lo que fue su entorno.

-Vamos, que son documentos únicos que cobran valor con el paso de los años.

-Es que la fotografía, tal como la entiendo, es como el buen vino: es mejor cuanto más tiempo tiene. Lo que se ve ahora mismo en la calle lo observa cualquiera y eso hace que no sea tan importante; verlo 50 o 100 años después tiene otra lectura muy diferente. Pasa con las fotos agrícolas, con las de flamenco, las de costumbres rurales o las de los juegos de niños cuando no había ni ordenadores ni televisión. Es un regreso al pasado, y no hay nada como darse una vuelta por el pasado de vez en cuando para afrontar el futuro.

-¿Tanto hemos cambiado?

-En mi caso, hablamos de que llevo toda una vida robándole a la realidad fotos de cómo hemos sido en nuestras rutinas, costumbres y cotidianidad. Sólo los que vivieron algunas de las épocas que he inmortalizado, como es mi caso, pueden o podemos entender la grandeza que se encierra en cada foto. Una foto en la que los caracoleros limpian los caracoles recién traídos de la marisma no es sólo una imagen congelada, sino la constancia de que había una forma de vida muy distinta a la de ahora, cuando las marismas de Lebrija no estaban desecadas y parceladas y cuando conseguir un sueldo decente costaba doce o catorce horas de trabajo. Por eso nadie debería ver una fotografía como algo inmóvil, sino como una historia contada en un único fotograma. Que eso se llame etnografía o etnología, pues vale; no es cuestión de nombre.

-Pero a usted se le define como fotógrafo etnógrafo, aunque suene a palabrota.

-[Risas] Comprendo que es algo raro el término, pero lo que quiere decir es que he estado atento a esa cosa que llaman etnografía, que en el fondo no es sino el cómo somos. Siempre he intentado ir más allá de los detalles, llegar a esos reflejos culturales de nuestro tiempo. Cuando fotografío un cartel que reza: 'Se vende ermita. Razón: carpintería' estoy retratando un nivel de falta de concienciación patrimonial que hoy, creo, hemos felizmente superado. Y como eso todo.

-También ha evolucionado mucho el papel de la mujer...

-De sacarlas dedicadas a sus labores con máquinas de coser o bordando, o con la espalda doblada en medio del campo, a retratarlas vestidas de juezas con la toga va un mundo. Qué alegría.

-¿Cuántas diapositivas, carretes, fotos en papel y memoria de ordenador consume su archivo? Debe de ser tremendo, pero también debe de estar muy ordenado, pues por aquí, por su casa-estudio, no veo su rastro más allá de este ordenador...

-Tengo millones... de fotos. No las he contado. Piense usted qué otro fotógrafo en activo con 73 años empezó a echar fotos con 14 años... Y sí, no los ve pero tenemos ese inmenso fondo en buena parte clasificado. La labor de mi hija Castillo, la única que ha seguido mis pasos, está siendo clave en esto; sin ella no sería posible. Antes revelabas, sacabas tres fotos y se quedaban los negativos cogiendo polvo. Ahora, con lo digital, todo es más limpio.

-¿Le han salido muchos novios a su archivo?

-Tiene uno claro: el Centro Andaluz de Fotografía de la Junta. Su director, Pablo Juliá, me lo ha pedido de forma oficiosa, como tanteándome. Parece que no tiene mucho dinero.

-No me creo que el Museo de Artes y Costumbres, con el que ha colaborado tanto (como en el Arqueológico), no le haya hecho una oferta...

-Lo he hablado muchas veces con su director, Antonio Limón, que es gran amigo, pero no se ha concretado nunca nada. Por ahora mi archivo es el legado que le dejaré a mis hijos cuando falte. Y le digo más: no lo vendería así porque sí, y menos sin tener garantías del uso que se le daría.

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