Ya está bien de contemplaciones y condescendencias con quienes osan pedir y comer sus carnes bien pasadas, muy hechas. Eso es simplemente una atrocidad. Una barbaridad que no puede tener perdón de dios ni debe tenerlo tampoco de los homo edens/hombres que comen. La aberración llega desde toda perspectiva, no hay enfoque que se salve de esta despiadada quema de algo tan suculento y sustancioso como un buen tocho de carne de cualquier cabaña vacuna. No hablamos, claro está, de caldos ni guisos, sino de planchas, hornos, brasas y sartenes. No existe justificación desde el punto de vista sápido pues es patente que el sabor y la sabrosura disminuye a medida que el tiempo de cocción se alarga, llegando al extremo de desaparecer todo rasgo identificatorio y gustativo de la vianda con su calcinación, quedando tan solo un amargo recuerdo. Tampoco la hay desde una visión dietética o saludable porque también es obvio y científicamente demostrado que el exceso de asado reseca y carboniza la carne haciéndola perder sus cualidades nutritivas y por tanto todo su valor alimenticio, volviéndola incluso tóxica.
La civilización apartó al hombre de lo crudo y lo salvaje, de lo natural en versión Rousseau, y la cocina contribuyó de manera esencial en el avance de la inteligencia humana, de ahí que hoy día podamos afirmar con toda rotundidad y sin margen de error que al asar las carnes se produce un proceso de combustión delicadísimo que debe ser controlado y cuidado con mimo y atención para que el calor penetre en el interior manteniendo su crudeza al tiempo que el exterior se sella e impide la pérdida o merma de sus jugos, propiedades y esencias. Así pues demos la brasa despiadada a los cursis y tiquismiquis que no soportan el color de la sangre en sus platos y quieren sus filetes cuales suelas para sus zapatos pues no son dignos de sentarse a nuestra carnívora y culta mesa.