La plaza de la Alianza no lo fue hasta hace muy poco, hasta que no se abrió la calle Alcazaba, bloqueada por construcciones de ésas que levantan las carencias estéticas. Joaquín Romero Murube, que era como Rafael Manzano pero bastantes años antes, convirtió aquellas feas traseras del Alcázar en uno de los lugares más emblemáticos de Sevilla, un sitio al que no le falta de nada: ni la imagen estereotipada de la Giralda, ni el azulejo cofrade, ni su buganvilia (a pesar de no llegar al pasmo de la casa de Chueca Goitia en Doña Elvira), ni su fuente, venida desde Las Delicias.
Ni su empedrado, aunque en él no se fije nadie y el nombre de quien lo hizo ande perdido en el anonimato. Arrigo Rudi, un arquitecto veneciano discípulo de Paolo Scarpa, se quedaba maravillado de su alineación y, cada vez que pasaba por allí, sacaba su cuaderno de dibujos e intentaba deconstruirlo para deducir el método seguido por el artesano. A la plaza de la Alianza se ha empeñado Antonio Rodríguez Galindo en cambiarle el nombre por el de Indalecio Prieto porque fue el ministro que entregó hace 70 años -al principio de la II República- la acrópolis regia a la ciudad.
Y ahí es donde el vecindario se ha levantado en pancartas con paráfrasis de "el Alcázar no se rinde". A mí, la verdad, me resulta más sonoro el nombre de la Alianza, que proviene simplemente del establecimiento fabril allí ubicado pero, seamos justos: ¿Por qué nadie protesta de que otro precioso, el de Borceguinería, cambiado para darle la calle a Mateos Gago, un teólogo creacionista, enemigo acérrimo de los avances científicos? El hecho sólo podemos achacarlo al poder de las publicaciones de la Secretaría General del Movimiento para lograr que los clichés se mantengan más años que la memoria de don Indalecio.
Antonio Zoido es escritor e historiador