Un cofrade se prueba su flamante capirote para este año en una de las muchas tiendas del ramo repartidas por el centro de la ciudad. / José Luis Montero En Sevilla se han visto las colas de la Expo, las del híper, las del Cachorro y las del Circo Ruso (las de Hacienda, menos; si acaso para salir), pero lo que no se había visto hasta ahora o si se había visto, no se había contado eran las colas en Casa Ricardo esperando a que abrieran. Bien, pues acaba de pasar. En Sevilla, la gente pide la vez para las croquetas de Ovidio. Y no es casual que semejante suceso extraordinario esté viviéndose en estos días: la gente se ha echado a la calle no ya a vivir la Cuaresma, sino a comérsela.«No he salido demasiado, pero lo que sí he podido comprobar es que la ciudad está ansiosa en todos los sentidos. La otra mañana fuimos a Ovidio. Llegamos allí a eso de las doce y media y aún estaba cerrado. Esperamos un ratillo, y a eso de la una volvimos, y sí, igual que en la Expo, había cola para entrar. Entraríamos a eso de la una y tres minutos, pues bien, ¡a la una y diez no cabía un alfiler!», cuenta el funcionario de la Junta y fotógrafo Ricardo Gutiérrez, un viejo conocido y cofrade moderadamente anticapillita, con la mirada iluminada por el recuerdo de unos fritos variados engullidos frenéticamente bajo el sobaco de un señor. Menos mal que los empujones en los costados facilitan la digestión y entran más ganas de seguir comiendo. «Las raciones de croquetas salían a la velocidad del paso de misterio de la Amargura cuando llueve», añade el paisano, «y los camareros gritaban y sudaban como si fueran ya las tres de la tarde». Pese a ser cierto todo eso de las bullas y los bares atestados en hora punta capillita, Gutiérrez (apellido ficticio por respeto a su jefe, quien, según dice, «sorprendentemente» no entendería que estuviese de palique cofradiero en horario laborable) se equivoca en su apreciación de tumulto callejero:desde el lunes, la cosa se ha venido abajo. Será que han anunciado tiempo seco para Semana Santa y la gente se ha relajado. El funcionario dice que es posible, porque, como él dice, sale menos que el Cachorro los viernes y no tiene mucha ocasión para contrastar situaciones, pero con todo la cosa es rara. Si la gente estaba desenfrenada perdida, si el fin de semana pasado, a la hora del cerveceo, era más peligroso meterse con un túper de tortillitas de bacalao en el centro de la Plaza del Salvador que en un tanque de pirañas, ¿cómo puede ser que ahora, al borde mismo de la Semana Santa, se haya amodorrado Sevilla y se haya venido el ambiente abajo? Había que ver las calles y las capillas estas mañanas atrás: si no llega a ser por las excursiones de los colegios, el ambientómetro habría registrado niveles propios de la Palencia medieval. «Es que la gente entre semana está trabajando», bromea un paisano en la barra del Serranito de Alfonso XII. «Y los que no trabajan, han dejado de creer en esto, los pobres, hartos ya. En esto y en todo lo demás», remata, socarrón, tirando del tópico de la desesperanza. Operarios municipales colocando las placas de prohibición de aparcar. / C.R. Aunque hay más razones:falta feed back parroquial. En otras palabras: el sol está cayendo de muy malas formas sobre el barrio León, y la luz que filtran los naranjos rastrilla el suelo repleto de hojarasca y de virutas de petalitos blancos. No se ha visto cosa más bonita y más paseable. Pero los portones de San Gonzalo están cerrados. Los operarios están colocando las señales de prohibido aparcar, paso de cuádrigas en la calle Virgen de los Buenos Libros, y las cafeterías bullen de gente que se ha escapado un rato a desayunar o que viene de llevar a los niños al colegio, pero San Vicente está cerrado. Y el Museo. Los turistas perdidos por los desconchones de la Sevilla roja, haciendo fotos hasta de los repartidores de papas, y Santa Marina cerrada. Y así, la mitad de las capillas con pasos. Los más optimistas plantados ante la iglesia de la Magdalena, y cerrada. Sería interesante saber qué hacen todas esas capillas con pasos cerradas por la mañana en Sevilla, y de quién deberían depender para que eso no sucediera en una ciudad repleta de paisanos y de forasteros, que pretende vivir de sus atractivos y donde no hay mejor museo de las cofradías que sus calles, sus olores y sus templos. En horario de misas, claro. Además, es que no se puede estar de calor; el sol hiere, y se echa de menos el abrazo fresco de una capilla con suelo de mármol. «Esta calor trae agua», dicen las abuelas, pero de momento la única que se ve es la que va chorreando uno mismo por el cogote. A cambio, la estampa fabulosa de la ciudad en primavera y, sobre todo, los olores y sonidos: aromas a naranjo, sí, pero también a aromáticas, a jardín regado, a caramelo, a clorofila, a café y a geranio. Los gorriones cantan sin parar alrededor de las fuentes. Si los coches y el bullicio tuviesen un mínimo de cortesía, se podría escuchar el sonido de un bosque en verano. Lo cual es imposible incluso si se callan los coches, porque una legión de chavales del colegio del Gran Poder de Dos Hermanas irrumpe con su alboroto en la capilla de los Panaderos, donde aguardan los pasos montados y el olivo sin ramas. Menos mal que es de quita y pon, porque diríase que lo han recortado los que podan San Lorenzo, que no le han dejado ni los muñones. Pero donde de verdad suben los decibelios cofradieros es al otro lado del puente, donde Triana entera, sin importarle domingos, festivos, vísperas ni laborables, disfruta de sus calles como tiene por costumbre y pone a hervir sus capillas abiertas. Juan Pablo II, asomado a los visitantes de la capilla de la Estrella. / C.R. Por cierto, advertencia para quien no haya ido últimamente a la Estrella: el que entra se lleva un susto fijo. Porque la estatua de Juan Pablo II tiene una expresión tan natural y está colocada de tal modo en su hornacina que lo primero que uno ve es que hay un señor ahí en lo alto, quién sabe si riéndose del que entra o presto a saltarle en la chepa. Eso, por ejemplo, no pasa en Pureza. Allí el caballo está empotrado. Y la gente se lo pasa bomba haciendo fotos con el fondo musical de las marchas cofradieras en vez de los greatest hits del gregoriano, en su modalidad de antífonas de invitatorio: privilegios de que aquello sea de la hermandad y no de los curas. Se nota hasta en el ambiente. Tanto se nota, que hasta el mismísimo Ricardo Gutiérrez, como si estuviera en un parque o en su casa, vuelve a la charla en el último banco del templo, para hablar de forma distendida: «Y no solo era Ovidio. Hasta el buchinche más lamentable estaba abarrotado. La gente va como con miedo a perderse algo. Con decirte que este año hasta la Macarena ha subido al paso antes que nunca Y el coñazo de los fotógrafos patilleros (por cierto, ¿qué les pasa a las patillas cofrades cuando llega la primavera? ¿Dónde estaban antes? se parte el amigo Ricardo ¿Florecen como el azahar? Es algo que me pregunto cada año). Yo creo que la fotografía digital ha supuesto un avance maravilloso, pero que también ha traído alguna que otra cosa negativa. Hace unos años hacías un carrete de 36 y te costaba revelarlo la friolera de dos mil pesetas, las cámaras eran caras y como mucho te llevabas la que te habían regalado en la primera comunión. Ahora parece que regalan las Canon. La otra mañana entramos en cuatro o cinco templos, pues te puedo decir que costaba acercarse a las imágenes porque estaban rodeadas por fotógrafos, con sus trípodes desplegados y sus macutos llenos de chismes. Daba la impresión de que estaban esperando por si el cristo les guiñaba un ojo, porque aquel despliegue no podía tener otra explicación. En el Convento de San Antonio de Padua, donde entramos para ver el Buen Fin, tenían rodeadas las imágenes, y era hasta un poco bochornoso. Uno de los fotógrafos, buscando el ángulo perfecto, no tuvo problemas en meter las patas del trípode entre las flores de la decoración: ¡que le den al prioste, yo quiero mi foto!». En la puerta de los Marineros están abrillantando los remaches con mucho cuidadito y una escalera. Llega la hora de la tapita y luego, de vuelta al centro, el café convenientemente aliñado con dulces de temporada. Torrijitas en la Campana. A 260 euros la unidad. Seguramente estén hechas con la miel de la abeja Maya. Aunque más abajo, en otro prestigioso local de merendolas, el café cagalón y la torrija salen por el módico precio de 450 euros. Casi novecientas calas. «En fin, que nada ha cambiado», dice el compañero de paseo, próxima ya la despedida, «salvo que la gente cada día está más jartible. Por cierto, ya se ven las muchachas con los vestiditos apretaos y esos tacones que les proporcionan un andar grácil a la par que elegante exactamente igual que un oso panda con zancos». ¿Ha dicho zancos? A ver si se les va a meter debajo un costalero y se va a liar.