Metido en el Madrid de los años veinte, un joven Rafael Cansinos Assens sentía llegar en el aire el mismo mensaje secreto que el Sur había mandado a Goethe dos siglos antes y se lo reenviaba a Isaac del Vando, advirtiéndole que había llegado la hora de la peregrinación anual: "grupos jubilosos se dirigen al sur ahora, hacia la ciudad de la primavera que ha de poner en sus ojos el mayor asombro; ?verán los grandes cielos, las puertas abiertas de par en par, las copas colmadas, las noches iguales a los días, la juventud eterna y no se sentirán tristes de ser extranjeros entre tanta belleza nunca vista".
Casi un siglo después esa llamada continúa. En la madrugada de hoy, desde el cahiz sevillano -único lugar en el que sigue vivo el microclima de la Expo 92- que es la Estación de Atocha, miles de madrileños se habrán puesto en marcha como lo hacen las cigüeñas, las golondrinas y las gacelas del Serengeti. Han partido con la ilusión de encontrar el agua lustral de la novedad y del reencuentro. Llegan con la ilusión de encontrar un mundo nuevo que quizás no encuentren pero cuyo sueño los conmueve; vienen de una ciudad de anónimos, buscan hablar de tu a tu.
No tienen ningún pacto con la ciudad, que no es la suya y no pueden sentirse mermados por su plenitud -seguía escribiendo Cansinos, con voz del profeta-; vienen -digo yo- para obtenerla. La Feria de Abril se ha convertido en un punto de encuentro en el desmesurado puerto de los sentimientos, en una patria tan común como transitoria. Tal vez en un modelo porque ¿qué pasaría si fueran así todas las patrias?, ¿si todas tuvieran, como pintaba el ultraísta, esta ambigua dulzura de los tibios crepúsculos?
Antonio Zoido es escritor e historiador.
