Muchas familias añoran el barrio de Triana, de donde salieron hace cuarenta años. La mayoría sueñan con volver algún día para que florezca de nuevo la flor del arte. Hace unos días vi en el segundo canal de la televisión andaluza un generoso y estupendo programa sobre los gitanos y su vinculación con Triana, el célebre arrabal de Sevilla, donde, en efecto, en otros tiempos hubo una gitanería importante que se esfumó cuando un plan urbanístico no muy afortunado obligó a muchas familias a repartirse por varios polígonos. Esto ocurrió con familias gitanas y con familias no gitanas, claro está, aunque nunca se diga. El guitarrista Ricardo Miño, que vivía en una casa de vecinos de Pagés del Corro, contó en una ocasión que un día le dijo a su madre: "Mamá, nos vamos a ir al Polígono de San Pablo, que esto está ya ruinoso". Y su madre, disgustada, le dijo: "A mí no me vayas a llevar a Córdoba". El Polígono de San Pablo está en la carretera de Madrid y ahora está dentro de Sevilla, cerca de lo que se ha dado en llamar el segundo centro. Pero en los años setenta, estaba muy lejos de Triana y a esta señora le parecía que estaba más cerca de Córdoba que de Triana.
Aquella operación alejó a muchas familias, y con ellas al flamenco. En Triana ya no cantan ni los pájaros, aunque todavía haya tabernas de sabor y algunas familias que han podido volver a afincarse en un barrio vendido a las clases pudientes. Es verdad que hay artistas gitanos que podrían volver a vivir en Triana y que han optado por un chalé en el Aljarafe, mucho más caro que una casa en Pagés del Corro.
Me gustó el programa porque en él se habló muy bien de la relación que hubo siempre entre gitanos y payos en Triana, salvo en determinados episodios históricos que, lógicamente, se produjeron por circunstancias que no tuvieron nada que ver con la buena convivecia. En lo referente al flamenco, es cierto que Triana fue una cantera de artistas importantes, aunque los más grandes no nacieran precisamente en ese barrio, donde no siempre fueron partidarios de profesionalizar el arte de lo jondo, aunque la necesidad obligara. Los que accedieron a comercializar el don tenían que cruzar el gran puente para cantar en los cafés de Silverio y El Burrero, los más famosos, aunque hubo otros muchos donde siempre había un buen cuadro de gitanos de la Cava. Me lastima esa nostalgia de los gitanos, de todos los trianeros en general -también viví en Triana y la echo de menos-, porque, como dijo uno de los invitados, las personas deberíamos morir donde hemos nacido, aunque hayamos recorrido el mundo y vivido en otros muchos lugares. Recuerdo con cariño las ganas de vivir que le entraban a El Pati, el gran bailaor trianero, cuando abandonaba su piso de Tomares y se iba a Triana a ver salir El Cachorro o a tomar una cerveza con su mujer y sus hijos. Sería bonito cerrar los bancos y las casas de lujo y recuperar todos los corrales de Triana para que volvieran todos los trianeros, gitanos y no gitanos. Seguramente volverían a nacer las flores del arte y el arrabal de Cagancho y Ramón el Ollero, de Rosalía y La Perla, recuperaría su esplendor.