Cultura

Mansedumbre con matices

Con cartel de Madrid, climatología de Santiago de Compostela y un paisaje humano cada vez más irreconocible en los tendidos de la plaza de la Maestranza se verificó -con oxigenante celeridad- el tercer festejo de este extraño abono que, en su primer tramo, más parece de San Isidro.

el 16 sep 2009 / 01:33 h.

Con cartel de Madrid, climatología de Santiago de Compostela y un paisaje humano cada vez más irreconocible en los tendidos de la plaza de la Maestranza se verificó -con oxigenante celeridad- el tercer festejo de este extraño abono que, en su primer tramo, más parece de San Isidro. Todos fueron más o menos fieles al guión preconcebido, de una manera especial los toros de José Luis Pereda, muestrario de todas las versiones habidas y por haber de la mansedumbre de una res brava, pero merecedores de haberse arrastrado, al menos tres de ellos, con algunas orejas menos.

Ésa es la pura verdad. Las reses onubenses fueron absolutamente fieles a su más genuina sangre Núñez. A esa intrasferible mansedumbre que en ocasiones se transforma en el tranquito de más que, en otras manos, habría servido para regalar un festejo realmente triunfal. Es ese me voy pero vuelvo, ideal para toreros artistas, para torear con calidad. A punto de estuvo de conseguirlo el melenudo linarense Curro Díaz con el cuarto de la tarde, un toro con altas dosis de nobleza, de viajes rebosantes que se adaptaba como un guante al compuesto y preconcebido concepto de su matador.

Díaz brilló especialmente en el inicio de faena con un derechazo templado, casi acariciado, que acabó convirtiéndose en un eterno circular que cantó todas las bondades del toro. Era un Núñez, con aire manso, de libro y de lío. Supo esperarlo y templar algunos frenazos Curro Díaz pero el trasteo acabó entrando en un bajón argumental que se enderezó, mire usted, con la aparatosa voltereta que le propinó el morlaco cuando el torero de Linares se echó el trapo a la izquierda.

Visiblemente mermado volvió a la cara del toro sin que ya no le faltara el aliento del público, sobrecogido por el percance. Sus chispazos de artista en forma de trincherazos, sin que el toreo fundamental volviera a tomar vuelo, acabaron de predisponer al paisanaje, al que le importó un comino el feo espadazo con el que concluyó su labor para pedir una justita oreja que la señora presidenta no tardó demasiado en conceder. Con el toro que abrió plaza, un manso en versión vaca lechera, fue imposible del todo el toreo. Al desconcierto de la cuadrilla y del propio matador siguió la huida del bicho sin que llegara tomar la muleta ni una sola vez en terrenos de chiqueros, absolutamente desentendido de la pelea. Era imposible.

Otro trofeo estuvo a punto de cortar el madrileño Miguel Abellán por una faenita compuesta y de creciente intensidad a la que sólo le faltó el refrendo de la espada. Sin llegar a acoplarse del todo en los primeros compases de su labor, el diestro de Usera acabó conectando con el público por sus detalles de orfebrería antes de que el trasteo, que no alcanzó verdadero hilo en las primeras series, ganara en calidad gracias a un toreo que fue brevemente rotundo por el lado derecho, acompasado a la enclasada mansedumbre del toro de Pereda e imaginativo en dos bellísimos y deslizados cambios de mano. Un alarde de la mejor improvisación terminó de poner a todos de acuerdo. Pero a la faena, envuelta en una torería global muy bien vendida, le faltó el refrendo de la espada para cortar esa oreja que le habría venido como el gordo de la lotería. Mucho más complicado lo iba a tener con el quinto de la tarde, un descompuesto animal que cantó la gallina en el último tercio y al que tuvo que perseguir por todo el ruedo para echarlo abajo. Con el enemigo en franca retirada, era imposible plantear la batalla.

Pero al interesante y siempre manso encierro de José Luis Pereda aún le quedaba un ejemplar con enormes posibilidades. Uno de esos Núñez que acaban rompiendo en la muleta, humillando en el engaño y planeando en su embestida. Era, sin ser de alta nota, uno de esos toros de ser o no ser, de dar el paso para salir del ostracismo. Y lamentablemente no fue una cosa ni otra.

Fue el tercero de la tarde, al que César Girón le recibió con una larga en el tercio cuando la lluvia volvía a hacer acto de presencia. Berreón y protestón, algo más decente en los caballos, se vino arriba en banderillas y llegó al último tercio brindando una importante embestida por el pitón derecho que Girón tardo en comprender. En una serie aislada, espatarrada y algo exagerada, surgió por fin el toreo. Pero el trasteo prosiguió sin que el joven diestro acertara a redondear a pesar de algún buen muletazo aislado que no hizo sino enseñar las bondades del toro de José Luis Pereda, que se marchó con las orejas puestas al desolladero a la vez que el joven matador perdía una oportunidad de oro. Más disculpa, a pesar de la espesura de ideas con la que le hizo frente, tuvo con el deslucido e incierto sexto. Una pena.

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