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Más palos te da la vida

Ni el mejor ciclista del mundo se libra de la implacable persecución.

el 13 feb 2012 / 11:58 h.

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Alberto Contador es tan inocente como culpable. O mejor dicho, si es inocente o culpable es lo de menos. Lo verdaderamente relevante es que eligió ser ciclista y se convirtió en el indiscutible número uno del pedal tras la retirada de Lance Armstrong -y aun en la rentrée del texano, séptuple vencedor del Tour, recordman absoluto- y en el peor momento posible de la historia del llamado deporte de Les Forçats de la Route, ese término que acuñó en 1924 el periodista Albert Londres en alusión a las prácticas dopantes reconocidas por los hermanos Pélissier y compañía, víctimas ya entonces de las exigencias sobrehumanas de una modalidad incomparable en su dureza, en su crudeza.
La vigilancia y control del dopaje, que se inició con cierto retraso, allá por 1952, adquirió en los años noventa, la llamada década de la EPO, tintes de persecución, sobre todo cuando en pleno Tour'98 estalló el caso Festina. La Unión Ciclista Internacional (UCI), que hasta entonces había manejado el asunto digamos con guante de seda, aplicando sanciones poco dañinas, sacó la cizaña y comenzó a cortar cabezas a diestro y siniestro. Sólo así se explica que todos los vencedores de la Grand Boucle post-Indurain, salvo Carlos Sastre y Cadel Evans, hayan ardido en el fuego del doping, o cuando menos hayan sentido sus brasas: desde Bjarne Riis a su actual alumno aventajado, el mismo Contador (las malas compañías nunca trajeron cosas buenas), pasando por Jan Ullrich, Marco Pantani (cruel metáfora del juguete roto), el propio Armstrong (aún indemne a estas alturas pese a la constante sospecha, el dólar es el dólar) o Floyd Landis.

Y hablamos del Tour y de sus vencedores. La lista de ilustres caídos por mor de lo que algunos quieren pregonar como tolerancia cero es para echarse a llorar, ya nos ciñamos al ciclismo español (Roberto Heras, Aitor González, Paco Mancebo, Óscar Sevilla, Iban Mayo, Alejandro Valverde...) o al espectro internacional (Ivan Basso, Davide Rebellin, Tyler Hamilton o Michael Rasmussen como cazados de más renombre).

La UCI, en su afán de abanderar la lucha contra el dopaje y con vaya a usted a saber qué intereses, lo que ha logrado es dejar el deporte que supuestamente tutela como un auténtico erial. Se hace difícil, por no decir imposible, imaginar que la federación internacional de cualquier otro deporte se cepille una tras otra a todas sus estrellas hasta convertir sus competiciones en un mediocre espectáculo y un sálvese quien pueda en un campo plagado de minas. Mientras otros se limitan a realizar controles de orina sin excesivo celo, la UCI (con la inestimable colaboración de la Agencia Mundial Antidopaje y el tan en boga Tribunal de Arbitraje del Deporte: UCI+AMA+TAS, para qué queremos más) ha instaurado un sistema de controles de lo más imbricado en el que el ciclista no puede ni burlar por unos días la lupa inquisidora bajo amenaza de engrosar el elenco de sospechosos habituales, antesala de la caza y captura.

Todo lo anterior sirve, o no, para pergeñar la menuda estampa de un campeón que iba (¿va?) para leyenda, habiendo conquistado a los 29 años ya seis Grandes Vueltas, las mismas que Indurain, aunque serán cuatro para gozo de las instituciones garantes de la limpieza en el deporte. Y todo ello a pesar de un cavernoma cerebral que casi acaba con su vida en la Vuelta a Asturias de 2004 y de los vetos (2006 y 2008) que sufrió en dos ediciones del Tour que probablemente habría ganado. Si sale de esta, más que un campeón será un héroe, aunque quizás nadie lo valore porque su deporte haya desaparecido.

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