Fenomenal ambiente y muchas caras conocidas para ver en Jerez de la Frontera la nueva obra de la bailaora y coreógrafa Eva Garrido La Yerbabuena. Entre las caras más populares, las de Matilde Coral, Manuela Carrasco y su marido, el guitarrista Joaquín Amador, Andrés Marín, Paco Lobatón -¿estaría buscando al duende?-, Angelita Gómez, Rocío Molina y otras muchas personalidades del mundo flamenco, de la cultura y la política. El teatro se llenó y en los bares de la zona no quedó ni un boquerón en vinagre. El ambiente que crea este gran festival no puede comprarse con el de los demás certámenes del mundo.
No deja de sorprendernos que cuando muchas bailarinas del mundo sueñan con ser la Yerbabuena, la bailaora granadina quiera ser Pina Baush. Les está ocurriendo a la gran mayoría de los artistas flamencos en sus tres disciplinas principales: el cante, el baile y el toque. Hubo un tiempo en el que las bailaoras de flamenco danzaban movidas por una necesidad vital. Otra escasez, la física, las obligó a poner más tarde su arte al servicio de la sociedad en cafés cantantes y pútridos colmados. Por eso ha evolucionado tanto el flamenco y, de manera especial, el baile, y se han quedado atrás estilos regionales de nuestro país como la jota o la sardana.
Las bailaoras huyen de la bata de cola, los peinecillos y el mantón porque creen que eso pertenece a una Andalucía que hay que inhumar lo más pronto posible, la de los viajeros folclóricos decimonónicos y el tablao para turistas. Algunas artistas del baile andaluz quieren ser Pina Baush y trasladan el concepto de su danza teatralizada a lo jondo, cuando antes de que naciera la madre de la gran coreógrafa alemana, dos andaluzas hoy olvidadas, la Nena y Josefa Vargas, se encargaron de maravillar al mundo con algo parecido a lo que hoy hace la Yerbabuena.
Lluvia, la última obra de Eva Garrido, que el pasado viernes levantó el telón del XIII Festival de Jerez, es la viva demostración de que nuestras bailaoras se aburren ya con el flamenco y quieren hacer danza sincrónica, coetánea. Pero no abandonan el flamenco para dedicarse sólo a la danza: se aprovechan de la fuerza que hoy tiene lo jondo para pasear por el mundo obras en las que el flamenco acaba yendo de séquito.
La obra de la Yerbabuena y Paco Jarana, autor de la música, está muy bien pensada y es, desde el punto de vista técnico, una maravilla, con novedosas coreografías, buena música en directo y corolarios teatrales acertados para conseguir el impacto en el público.
Sin embargo, es todo triste, oscuro, insubstancial y, desde luego, de un valor flamenco muy relativo, a pesar de coreografías como la de las murcianas, levanticas y tarantas, en la que Eva baila mucho de pose, pero con una gran elegancia e indudable calidad dancística. Es a partir de los tanguillos, dedicados a sus abuelos, cuando la bailaora comienza a acariciar la piel del público para terminar de enloquecerlo con una prodigiosa soleá.
éxito. Eva siempre guarda este palo para acabar sus espectáculos -o casi siempre-, porque el público suele quedarse con el último baile en obras de este corte. Fue una soleá de una gran elaboración coreográfica y una sorprendente personalidad que culminó con el apoyo logístico del Miguel Poveda, quien le cantó por bulerías Se nos rompió el amor, de Rocío Jurado. Fue entonces cuando el público experimentó una especie de espasmo colectivo, que rozó el orgasmo real cuando la bailaora abandonó el escenario por donde accedió a él: andando por el patio de butacas. Si no fuera porque la Macarrona no murió en Jerez, sino en Sevilla, la hubiesen llevado en hombros ante su tumba, como Enrique el Extremeño, Pepe de Pura y Jeromo Segura la llevaron al éxito flamenco. Sobre todo el Extremeño, que sería capaz de hacer bailar a Santa Teresa. ¡Menudo cantaor!
Fue una especie de canto al desamor y la melancolía. Pero, sobre todo, un gran éxito para la buena bailaora andaluza, que sabe como nadie cómo hacer grandes para el público las cosas sencillas.