Huele a viejo periodismo en el salón de La Raza en una noche reporteril por demás, de sombrero y gabardina. Juan Holgado está sentado en un filito de la mesa presentando su libro. Está recordando los años de una contienda mucho más encarnizada que la lucha por la libertad: la lucha por la verdad. Entre él y el fondo de la estancia, contemplada la escena desde este último punto, se interpone un mar de calvas, canas y tonsuras que atienden a su relato con el mismo silencio reverente y estremecido con que los apóstoles rememorarían los años de la pasión. Eduardo Saborido, Manuel del Valle, Paco Vélez, Bartolomé Clavero, Francisco Anglada, Paco Acosta, Fernando Soto... Son periodistas de antes, políticos y sindicalistas de antes, gente toda ella que se jugó el tipo por esa obsoleta manía de hacer uno su trabajo. Juntos y más callados que en misa, recuerdan en comunión lo que ese antes significó para el periodismo, para la política y para el sindicalismo. Y parecía que sólo envejecían los Papas.
La presencia de todos ellos inspira también una admiración pontificia. "No sé, no echo nada de menos", diría por pura cortesía, más tarde, Holgado Mejías al preguntársele si queda hoy algo de ese reporterismo, de ese sindicalismo y de esa política de jugarse uno la vida o, al menos, un par de tortas en el calabozo. Tampoco José Rodríguez de la Borbolla cree que sea momento para improvisar una diatriba. "No lo he pensado", dice. Pero detrás de ellos, fiel a un principio de irrefrenable activismo que no se le fue con el pelo, Paco Acosta, que por entonces jugaba de defensa central en Comisiones Obreras, bisbisea que lo otro y esto (o sea, lo de antes y lo de ahora) se parecen como un gladiolo a un hipopótamo; en concreto, a un hipopótamo que adora gustar a la autoridad. No lo dice con esas palabras, sino con estas: "La última vez que me detuvieron fue una noche en la puerta de El Correo cuando venía de entregar una noticia laboral." Recuerda la desgana del momento; el disgusto no por ser detenido, sino por ser detenido tan tarde. Y eso que todavía no ha leído una frase calcada de Valle Inclán que rescata Holgado Mejías en el preámbulo de este Tiempo de Riesgos, cuando fueron a llevarse al escritor por impago de una multa y éste gritó desde la cama: ¡Que se vayan! ¡Éstas no son horas de detener a nadie! Lo cierto es que los policías fueron muy amables con él, tal vez por el afecto que inspira el trato frecuente. "Les dije que tenía ahí la vespa, en el periódico, y me dejaron llevarla a casa antes de detenerme."
Si el hecho de ser arrestado es más legitimador que no serlo, eso queda para la reflexión de cada cual. Eran también años de ingenuidad, consustancial al hecho de darse uno por entero como parece ser, a la luz de lo publicado, que era lo corriente por esas fechas. Para ejemplo de ingenuidad, el de un pasaje desternillante del libro: el capítulo titulado Diez detenidos en un convento, con ocasión de una reunión clandestina del PCE. La relación de excusas que los comunistas dieron a la policía para justificar su presencia en tan sagrado lugar es de antología: uno dijo que era alpinista y estaba allí concentrándose en vísperas de una escalada; otro, que era asesor literario de los Padres Oblatos y lo habían llamado; otro, que nunca se perdía los ejercicios espirituales de verano y que si estaba oculto en lo oscuro era para rezar mejor.
Mientras uno evoca este relato con los labios en arco, de pronto, desde detrás de una columna, a media luz, se asoma el rostro del viejo redactor jefe de El Correo Francisco Anglada, ofreciendo una convicción profesional con la misma ternura con que los filatélicos del Cabildo ofrecen al primero que pasa unos sellos de inmenso valor conseguidos con notable sufrimiento: "El periodismo era un desafío diario. Y no sólo la página laboral, que es de lo que aquí se ha estado hablando, sino todo." El sello vale su precio. Cuando, para cerrar el trato, se le pregunta si el hecho de que informar sea un desafío hace mejor el periodismo, él responde: "No, no es que sea mejor ni peor. Es que eso es el periodismo." Ciertamente, en ese salón repleto de apóstoles, a más de uno se le cayó el pelo.