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Memoria de sangre

Dos historias de amor y de muerte conducen hoy hacia el barrio de Santa Cruz para ver las huellas que el tiempo no ha conseguido borrar.

el 23 feb 2014 / 21:14 h.

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15526546«Ahora que las miro...». Inmaculada Díez no termina la frase. Espoleada por su afición a los misterios e inspirada por esa atmósfera de Medievo, leyenda y arrayán que dilata la imaginación de todo el que pisa el Alcázar, la titulada en Turismo y guía de esta serie extravagante se acuclilla de nuevo, vuelve a incorporarse, recorre apenas un metro y medio, se fija de nuevo en el suelo. «Ahora que las miro puedo imaginar lo que sucedió», dice. Tal vez lo apuñaló aquí, ¿ves esas manchitas más pequeñas?, y luego, el pobre don Fadrique caminaría unos pasos, malherido, tal vez arrastrándose, hasta caer aquí, donde está la mancha grande». Y señala precisamente eso: una mancha rojiza de óxido del tamaño de un plato destacando en la solería de mármol, e iluminada tan solo por la claridad que entra desde el Patio de las Doncellas. «Nunca me había fijado en esas otras manchas; me han llamado mucho la atención», dice, sorprendida. Sí; ciertamente, son como goterones, apenas a unos pasos de la huella principal. ¿Será cierta entonces la leyenda? Los turistas, como es natural, maravillados por los artesonados y las yeserías, entran sin fijarse, indiferentes al hecho de que dos tipos con cámaras de fotos y libretas anden merodeando alrededor de una losa sucia, con todo lo que hay que ver allí. «El relato es cierto», cuenta Inma. «Don Pedro el Cruel descubrió que su hermanastro don Fadrique andaba en amores con la reina, doña Blanca de Borbón», una joven francesa que la leyenda recuerda como muy bella y voluptuosa, pero absolutamente desganada por su marido, y más todavía con semejante sobrenombre. El caso es que ambos amantes se la daban con queso al menos indicado, por rey y por cruel. De resultas de todo lo cual, «don Pedro mandó llamar a don Fadrique aquí, a esta Sala de los Azulejos, y se pelearon. El rey apuñaló a su hermanastro ahí mismo, y la sangre cayo sobre el suelo entonces sin pulimentar, con lo que las manchas se quedaron en el mármol y por más que se han limpiado desde entonces, según la leyenda, no ha habido forma de eliminarlas». Quién le iba a decir al pobre don Fadrique, cuando se iba de picos pardos a la torre del mismo nombre (don Fadrique, no picos pardos), que esa sangre que tan brava y ardientemente inflamaba sus abrazos y caricias a la joven esposa del rey acabaría haciéndose famosa sobre una baldosa de la casa del engañado. Y puestos a seguir con las preguntas, quién le iba a decir a la igualmente pobre judía Susona, siglo y medio después de aquello, que sus días de amores secretos con un caballero cristiano acabarían haciéndole perder la cabeza, en sentido figurado, primero, y literal después. 15526548Desde el Alcázar hasta el emplazamiento de esta otra historia apenas median unos pasos por la calle de la Judería. La mañana está fría y el recuerdo de las pasadas lluvias sigue presente sobre el empedrado, repleto de verdina y de charquitos que hacen brillar los chinos de colores: amarillos, azules, sienas, ocres... La imaginación juega con la idea de que fuesen esos mismos pavimentos los que sonaran en la vieja Sevilla nocturna bajo los tacones de los embozados, los carruajes del inquisidor y los enemigos en duelo, pero bien es sabido que no. La humedad se burla de las bufandas y el aire corre por esos callejones como forajido que huye de la autoridad. Hasta que al fin, al doblar una esquina, aparece un azulejo con una inscripción: En estos lugares, antigua calle de la Muerte, púsose la cabeza de la hermosa Suona Ben Suzón, quien, por amor, a su padre traicionó y por ello, atormentada, dispúsolo en testamento. «Por aquella época, después de la gran matanza del siglo anterior, los judíos sevillanos estaban más o menos protegidos, pero aún sufrían vejaciones», explica Inma Díez. «Era el año 1481 y entre los judíos de Sevilla se estaba fraguando un complot con apoyo de los musulmanes», quizá para favorecer el regreso de estos al poder. «El cabecilla de la conjura era Diego Suzón, judío converso que había adoptado la fe cristiana en apariencia pero que en la intimidad profesaba sus antiguas creencias. Los judíos se reunían para conspirar en su casa, en la que Diego Suzón vivía con una hija que dicen que era muy guapa», como las hijas de todas las leyendas, que hasta ahí podía llegar la cicatería de la imaginación popular. «Dicha hija, que sería recordada como Susona o hija de Suzón, había empezado a verse en secreto con un caballero cristiano, con el que se escapaba por ahí de noche», hasta donde la expresión por ahí tuviese sentido a finales del siglo XV. «Una de esas noches, antes de salir, Susona presenció a escondidas una reunión de los conspiradores y se enteró, de ese modo, de todo lo que estaban tramando aquellos hombres capitaneados por su propio padre». Algunas fuentes sostienen que lo hizo para conseguir que la justicia le quitase de encima al pelma de su padre, que jamás habría dado su bendición a sus amores con un cristiano viejo, pero la asesora de esta guía prefiere una versión más entrañable y quizá verosímil: que lo hizo por amor. «Ella, sabiendo lo que iba a suceder, no quería que al caballero le pasara nada malo y esa misma noche corrió a avisarlo. Le contó todo lo que había estado escuchando desde su escondite, dándole pelos y señales de los planes de los insurrectos. Lejos de agradecérselo, el novio se encaminó a ver al asistente mayor de Sevilla, que entonces era Diego de Merlo, y se lo contó todo a su vez. Con el resultado de que los judíos fueron apresados y condenados a muerte, que a ella la repudiaron los suyos... y que el novio cristiano no quiso volver a saber nada de ella» por más guapa que fuese, según la leyenda. Es decir, que al final quien tenía razón era el padre, no fiándose del muchacho. Se podría considerar una antimoraleja. Entonces, la guía se aleja unos metros hacia la izquierda de la inscripción y fotografía el pequeño azulejo que asusta desde debajo de un balcón. Lleva el nombre de Susona y, como única ilustración, una apesadumbrada calavera. «Ella, arrepentida, se convirtió al cristianismo y se refugió en un convento hasta su muerte. En su testamento, para que sirviera de aviso y escarmiento, ordenó que a su muerte su cabeza fuese separada de su cuerpo y clavada en una pica en ese lugar, la fachada de su propia casa, para siempre. Así se hizo, pero en dos siglos de la calavera ya no quedó nada y hoy el recuerdo que queda es ese azulejo». Calle Susona. Calle de la Muerte. ¿Desde cuándo alguien escarmentó en cabeza ajena?

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