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«Mi principal recuerdo de Miguel Pajares es su alegría»

El sacerdote sevillano Ángel García-Rayo mantuvo una estrecha amistad con el misionero fallecido.

el 14 ago 2014 / 12:00 h.

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 Ángel García-Rayo. / El Correo Ángel García-Rayo. / El Correo Perdido –¿perdido sería el verbo?– en una aldea del Alto Tajo, adonde las carreterillas solo llegan para asomarse con vértigo al paisaje y volverse por donde han venido, el sacerdote sevillano Ángel García-Rayo pastorea, a sus 47 años, no solo el disperso rebaño de sus feligreses (que son pocos, tal vez algo reservados en sus emociones como corresponde al carácter castellano, pero de buen corazón según comenta), sino que también apacienta unos recuerdos muy especiales que lo reconfortan y alumbran: los que atesora de su amistad con el padre Miguel Pajares, el misionero de la orden de San Juan de Dios fallecido esta semana en Madrid por el ébola. «El principal de todos ellos es su alegría», evocaba el sevillano ayer tarde, al otro lado de uno de los pocos teléfonos con cobertura –tal vez el único– disponibles en ese rincón de Guadalajara llamado Buenafuente del Sistal, del que es párroco. Al igual que García-Rayo, que se ordenó en aquella diócesis, la de Toledo, y allí ejerce como sacerdote rural, el padre Pajares era un hombre curtido en las lides no siempre fáciles de esos curas de pueblo que no se limitan al auxilio espiritual de los paisanos, sino que muy a menudo intervienen como mediadores de sus disputas, autoridades para sus dudas y jueces de sus conflictos. Una fuente impagable para el aprendizaje de la principal herramienta que debe tener –y saber manejar– quien pretenda dedicarse a auxiliar al prójimo: la humanidad. Precisamente, este rasgo era, junto con la alegría, uno de los más sobresalientes del religioso fallecido, en opinión del padre Ángel. «La palabra mártir significa testigo, en griego. Desde esta perspectiva, la de Miguel ha sido una vida y una muerte martirial, de pleno testimonio, en contraste con el mundo actual de pérdida de humanidad». Ángel García-Rayo se muestra estupefacto cuando se le pregunta su opinión sobre el debate ciudadano establecido alrededor tanto de la repatriación del religioso infectado de ébola como de la responsabilidad de los costes de la misma. «Es algo en lo que no había reflexionado, no sé bien qué decir», responde, azorado, hasta que al fin se decide a emitir un parecer provisional que vale tanto para este caso como para cualquier otro: «Sobre el dinero, quiero decir que una sola vida humana vale más que todo el dinero del mundo, ya sea la de Miguel o la de cualquiera». funeral-pajaresAmbos sacerdotes se conocieron en 2004 en La Iglesuela, el pueblo natal del fallecido, donde el sevillano estuvo de párroco tanto ese año como el siguiente. Recuerda que, «aunque los misioneros no tienen vacaciones», el padre Miguel regresaba alguna vez en verano para descansar. Pero curiosamente, lo primero que hacía era ponerse a las órdenes del párroco para ayudarlo con las tareas, ya fuese dar misa u oficiar un entierro; en esos lugares, donde hay un solo cura para un puñado de aldeas repartidas por doquier, toda ayuda es poca. «Nuestra relación era muy fraternal, y me ha quedado mucho de su forma de ser. A Miguel lo definiría como la cercanía, la acogida, la bondad y la atención cariñosa a todo el que se le acercaba. Con él no había prisa. Era una persona sencilla y delicada que estaba siempre sonriendo. Era un hombre sin miedo y, al mismo tiempo, sencillo, sin aparatosidad ninguna. Esto viene de Dios, te lo digo de corazón. San Juan de Dios ya se había entregado a los enfermos el siglo XVI, y lo hizo por completo, con paz y alegría. Miguel, como San Juan de Dios, ha muerto entregado, agotado, contagiado en su entrega a los demás. Es el amor de Dios». Y cuando se le pide que aclare el concepto, pone como ejemplo una respuesta extraordinaria de la madre Teresa de Calcuta. «Cuando cierta persona, al verla atender a los necesitados con tanta abnegación, le dijo: Madre, yo no haría esto ni por todo el dinero del mundo, la religiosa le respondió: Ni yo tampoco. Pues eso es». «Miguel vivía sin dar esa importancia extrema que algunos dan a cosas que no la tienen, y que por ejemplo también a mí me pondrían nervioso. Y eso lo da el estar entre las cosas importantes de la vida. Es un gozo que es una luz interior, y que le hacía tratar a un enfermo de un país lejano con el mismo cariño con el que trataba a una abuelita de La Iglesuela». Durante la conversación con el sacerdote sevillano se ve que este ha tenido una influencia cierta de su antiguo y alegre compañero, pero también salta a la vista –al oído– que la huella que Ángel García-Rayo dejó en Miguel Pajares tampoco debió de ser menuda: el padre Ángel rebosa un carisma especial rebosante de entusiasmo, prudencia, humildad, generosidad y cierto puntito gracioso de sevillano raso que tal vez intenta contener pero que pese a ello se le escapa. Él dice, sin mirar hacia sí mismo, que esos son los regalos de la fe. «Yo estoy muy feliz, gracias a Dios, por mi vocación y mi ministerio, que me da más compensaciones que sinsabores porque, en realidad, sinsabores no hay. Hombre, es verdad que no existe cristiano sin su cruz, pero cuando uno siente que el Señor está ahí, cuando uno intenta abrirse al amor de Dios, todo es un camino de providencia. Lo que años atrás parecía un signo de vetustez insoportable, hoy puede resultar todo lo contrario según se mire: moderno, rompedor, revolucionario... Se trata de lo siguiente: más allá de que se lo imponga su oficio, a este hombre se nota que no le da vergüenza hablar de Dios ni apelar constantemente a su ayuda. Y no solo que no le dé vergüenza, sino que le resultaría imposible no hacerlo, tanto como dejar de interpretar su vida y sus actos en referencia a esta fe. «A veces, en este mundo», decía ayer, «el nombre de Dios se puede relacionar con el odio, con la violencia... por eso tiene tanta importancia el mensaje del amor de Dios, porque ese mensaje muestra su verdadero rostro». Ese fue, según su criterio, el refuerzo con el que contó Miguel Pajares para poder llevar adelante su tarea con los necesitados de África. Predestinado. Esta fe desbordante suya no extraña. Cuentan los allegados del cura sevillano que desde niño estaba algo así como predestinado a ser lo que es:alguien especial, alguien con una misión para los demás. Se crió en el seno de una familia también bastante singular, donde, por ejemplo, se tenía por costumbre nacer siempre un día 1 de agosto –fecha en que vinieron al mundo tanto Ángel como sus dos hermanos–. El día del cumpleaños era para ellos más bonito que el de los Reyes, y eso da la sensación de poder ser algo que lo marque a uno en la vida, para bien. Era entonces un niño inocente, bondadoso, ingenuo, que nunca echó nada de menos porque todo lo que no era imprescindible le sobraba. Ahora, en plena madurez, trabaja y vive en esa aldeílla guadalajareña que, por cierto, anda cerca de Sigüenza, de donde es el arzobispo de Sevilla, Juan José Asenjo. Un lugar, Buenafuente del Sistal, donde le saltan a uno los corzos delante de sus narices al abrir la puerta de su casa y donde la crudeza de los inviernos se resuelve arreándole con un martillo a la tubería, para transformar el hielo en agua, una versión montañesa, castellana y de andar por casa del famoso asunto de Caná (aunque, puestos a elegir pasajes evangélicos, él prefiere la parábola del buen samaritano). Y además, a falta de tele e internet –que no quiere–, es poeta. Tiene varios libros publicados y algunos premios por sus poemarios: A través del abismo, Madre, Albedo, Hébridas, Christus... Lo mismo algún día no muy lejano, las andanzas, la humildad, la entrega y las sonrisas de Miguel Pajares, su viejo compañero, le inspiren otra obra. Por lo pronto, lo que le inspira el misionero fallecido es la necesidad de proseguir en la humanización del mundo, de la vida, en especial allí donde más duele. «Un enfermo no es nunca un objeto, una cosa, sino una persona. Y una persona en situación de indigencia, eso ya... A un buen médico no le debe bastar con su título, sino que ha de ser también extremadamente humano y sensible al dolor ajeno».

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