Cultura

Milagro en la Plaza del Museo

Adolfo Arenas, un dibujante sevillano de la calle, se va a la Toscana 'fichado' por un gran mecenas.

el 15 abr 2013 / 18:06 h.

CIGARRITO Adolfo Arenas, en su estudio sevillano (FOTOS: IRENE TENORIO). Sus musas son esqueléticas. O gordas. Parecen algo fumadas (quizá estén borrachas, o aburridas, o sabe Dios) y tienen la esperpéntica belleza de lo irreverente. O sea, del arte. Revolotean alrededor de la cabeza de Adolfo Arenas, hasta donde se pueda revolotear (que es poco) en ese minúsculo cuartillo del ático de la vieja casa familiar de la calle Goles. Zumban como moscas agobiadas y él las aplasta sobre la mesa, dibujando con ellas escenas inspiradas en su propio cabaret mental. Un género que le encanta, lleno de incertidumbres, de paranoias, de la elegante decadencia de lo auténtico, con sus imperfecciones, con su edad, con sus vicios y virtudes. Pero a partir de ahora tendrán espacio sobrado para ir y venir a sus anchas, con sus inspiraciones, alrededor de la mente del artista: se mudan a un palacete en Italia. Un mecenas belga [cuyo nombre se omite, de momento], alucinado con los dibujos de este artista que se ponía a vender los domingos en la Plaza del Museo, se lo ha comprado todo y le ha ofrecido su palacio etrusco de la Toscana para que se mude allí a trabajar mientras le diseñan una carrera artística a escala mundial. Si un sevillano no llama a eso milagro, el único nombre que queda es destino. LACENANadie diría que es hijo de su tocayo el expresidente del Consejo de Cofradías, ¿o sí lo diría? A su lado, sobre la mesa, tiene una representación de La cena. Pero nada que ver con lo que la gente pueda imaginarse. Los comensales y los símbolos circundantes componen juntos una alegoría de los ocho pecados capitales. “Cuando eran ocho”, aclara él, sonriendo. “Es una historia muy bonita que me leí. Antes, la tristeza era el último. Pero el Papa Gregorio Magno la unió con la pereza, aduciendo que ambas conducían a la desidia. Y aunque yo no soy muy religioso, lo cierto es que no iba mal encaminado el hombre.” Son figuras deliciosas y grotescas, pitracosas, huesudas, indolentes, estupefactas, rodeadas de simbolismo, rebosantes de magia y de extrañeza. “Alguien puede decir: «¡Oh, qué decadente y qué feo!», pero para mí es bonito y es feliz. Me aportan felicidad. El Casanova de Fellini, bajando las escaleras viejísimo e intentando aguantar el tipo, me gusta más que un Casanova bello.” PLAZAMUSEO1Los profesores, en Bellas Artes, le habían dicho años atrás que no se preocupase, que ya cambiaría su estilo con el tiempo y el conocimiento, “pero no cambió la historia”. Peón de albañil, cocinero en un bar del centro de Sevilla y siempre dibujante, consiguió que le montaran una exposición, pero pese a venderlo casi todo luego no lo llamó nadie. “Fue una sensación extraña para mí.” Trabajó haciendo montajes publicitarios para grandes marcas de la moda, reportajes aéreos sobre los pueblos de Andalucía... y seguía dibujando. Y cuando la crisis lo mandó al sofá unos cuantos meses, dijo que hasta ahí había llegado la cosa: preparó estampaciones de sus obras, las metió en un carpetón y se plantó con ellas un domingo de mayo de 2012 en la Plaza del Museo, “a ver si sacaba 20 euritos” porque ya no le quedaba tabaco ni con qué comprarlo. “Sentí miedo. Mucho miedo. Pedía permiso para ponerme. Tenía mi obra allí en el suelo... ¡pero saqué 350 pavos! Cuando ya empezaron a comprar, la sensación se volvió muy agradable. ¡Todo el mundo lo entendía! Lo que tendría que haber explicado yo me lo explicaban a mí: «¡Qué maravilla! ¡Qué decadencia, esta ambigüedad...! ¡Me llevo uno! ¡Me llevo otro! ¡Me llevo otro...!» Fantástico. Y al siguiente domingo, igual. Así hasta el verano, en que aquello se queda vacío.” Para la temporada siguiente estuvo más vivo y comenzó pronto. Algunos de los colegas de la plaza se mostraban suspicaces (o como se muestren los sevillanos cuando algo le da coraje). “Me decían: «Vamos a ver si esos dibujos se venden, porque eso es muy histriónico», pero yo estaba henchido. Empezaron a pasarme cosas extraordinarias una detrás de otra: un encargo de Barcelona... cosas que me emocionaban.” DIBUJOBESOHasta que llegó un domingo de otoño. “Entonces aparece el señor este. Ve la obra, se queda mirándola un rato, me pregunta cuánto es y yo le digo que cien euros, porque creía que me estaba preguntando por determinada estampación. Y me dice: «No, que cuánto es todo. Que me lo llevo. Esto es fantástico, es una maravilla...» ¡Y a mí aquello era lo que me faltaba ya, tío!” El señor belga le dio media hora para que se tranquilizara, le echase la cuenta y le preparase los bártulos, y cuando regresó para llevárselo todo de dijo que volverían a verse. Y al cabo de dos meses, tras una serie de vicisitudes vividas en Madrid, adonde se fue Adolfo con lo ganado a vender más estampaciones en la Plaza Mayor, recibió un correo electrónico de su cliente: le ofrecía a él (1.600 euros al mes) y a su novia, Estefanía (800), trabajo indefinido en su palacete etrusco de Cortona, en la Toscana, a una hora de Florencia. Lo invitó a ir a conocerlos a él, a su familia y el lugar, y Adolfo se pasó allí tres días de ensueño. Su única obligación laboral consiste en hacer lo que le dé la gana: restaurar los frescos, dibujar, pasearse por los montes o recorrer el pueblo, mientras el mecenas le prepara su lanzamiento artístico a escala cósmica: Nueva York, Bélgica, Inglaterra... “¿Qué si estoy preparado psicológicamente para esto? Psicológicamente, yo nunca he estado preparado para nada. Yo soy un tío con muchos miedos, con bastantes angustias por los subidones y los bajones que he tenido en mi vida. O sea, emocionalmente soy el típico artista, «¡oh, qué crisis!», y esas cosas. Yo creo que esas angustias me dan de la inestabilidad, supongo. De todas maneras, me he dado cuenta de que yo soy amigo de las angustias, de lo fronterizo; me va gustando todo eso y voy aceptándolo tal cual, cosa que me alegra. Porque igual que es difícil para mí aceptar a la gente, es difícil para mí aceptar la perfección. Me doy cuenta de que todos mis comentarios pueden ser terriblemente imperfectos, y la gente igual. Y eso me ha ayudado un montón.” Adolfo pasa de un estado a otro con una versatilidad de danzarín. O eso cree él, mientras por fuera, contemplado objetivamente, ofrece una apariencia de extravagante serenidad, de estado de paz perpetua que encierra, a lo que se ve, un choque de océanos. “Soy partidario de la agresividad y de la parsimonia, de la euforia y de la cataforia. Creo que con dos buenas tortas se arregla una cosa, si no puede ser con una buena conversación. Soy partidario de ambos opuestos. Si tengo que elegir a un Bécquer que estaba todo el día amargado porque le habían puesto los cuernos, prefiero a un Shakespeare que podía acabar el día borracho y apuñalado en una taberna, o componiendo un poema precioso.” SUOERMANOTEOJunto a él, las figuras de los ocho pecados capitales parecen levemente interesadas en su persona y lo miran manotear en el aire con cierta fingida indiferencia. Es porque acaban de oírle decir que el pecado capital de Sevilla es la envidia. “Yo digo como Machado: Sevilla es muy bonita, pero sin los sevillanos. Esta Sevilla de charanga y pandereta… Lo he pasado mal y lo sigo pasando mal en Sevilla. Para empezar, la sensación más grata la he tenido en la Plaza del Museo. Pero nunca han querido darme nada. Tuvo que venir un extranjero a fijarse en mí y decirme que soy una bestia parda. No me gusta la Feria, no me gustan los toros, no me gusta el fútbol. No me gustan las birritas por cojones una detrás de otra. Y una ciudad que te lleva a hacer el vago de lo bella que es, al final solo la ves como eso, como un lugar que sería maravilloso para ir de vacaciones. Todo es muy cerrado. El fantoche lo he conocido aquí. El «mañana te llamo», el «pásate por aquí y déjame tu currículum y ya hablamos»… ¡Tarjetas me han pedido veinte millones en la Plaza del Museo y no me ha llamado nadie! En cambio, los que me las pedían en Madrid, luego me llamaban.” Aunque, como suele decirse con buen criterio, en todas partes cuecen habas, y Madrid no anda escaso de conocimientos de cocina, a ese respecto. Cuenta el dibujante que cuando se fue allá a la capital, mientras lo llamaba y no lo llamaba el mecenas belga, iba caminando una mañana con sus dibujos camino de la Plaza Mayor, para hacer lo mismo que en la del Museo, cuando una fastuosa galería de arte lo hizo detenerse en la acera. Quiso entrar a dejar una muestra de lo que hacía, por si acaso sonaba la flauta, con tan buen tino que al rato lo llamaron por teléfono para que fuera, porque el jefe estaba muy interesado. “Era un señor con barba y con fular, pelo canoso, ochenta años… ¡un caballero!” Le ofreció un contrato y un estudio donde dibujar, y Adolfo se hizo todas las ilusiones posibles que un sevillano en semejante tesitura es capaz de tejer, estando solo. Pero tardaban en llamarlo para firmar y él, tras dar aviso en la galería, se plantó de nuevo en la Plaza Mayor porque el tabaco se le estaba acabando otra vez. Cuando al fin lo llamaron, se encontró el ambiente cargadito y al dichoso caballero esperándolo muy enfadado por eso de que se hubiera ido a vender por ahí. “Zarandeó el contrato delante de mi cara y me dijo [imitando voz de vejarranco omnipotente]: «Esto ya no lo vas a firmar.» Yo creo que mi parsimonia le dolía un poco, porque yo le decía que muy bien, que de acuerdo. También es cierto que a eso me han acostumbrado mis padres: si me dicen que me vaya, yo me voy. En eso soy Robocop. Total…, que yo me di cuenta en ese momento de que estaba viviendo de mi arte, que estaba viviendo una maravilla, que no me podían regalar más sueños… y me pareció que estaba ante un problema minúsculo. Intenté tranquilizarlo, porque el señor estaba muy alterado. Le dije que no hacía falta firmar nada, que la exposición que me había prometido no se hacía ya que él no quería… pero todo muy bien por mi parte, muy tranquilo.” Y tras un trozo igual de tenso de conversación con el patriarca del arte madrileño, este le espetó que bueno, que cuánto costaba la estampación de La cena, que esa sí que se la quedaba. Y le arrojó despectivamente y de mala manera, sobre la obra, 500 euros en billetes de 50. Mientras el anciano seguía despotricando, el dibujante, calmoso, fue reuniendo los billetes sobre la mesa y formando con ellos un cuadradito. “Entonces me quedé mirando el dinero. Las películas de Clint Eastwood influyeron mucho en mí. Los recogí, hice así y se los di, diciéndole: «Estos 500 euros son para usted. La cena se la queda. Soy yo quien le hace un regalo a usted.» Y me fui.” Abandonó el local dejando atrás una borrasca atlántica con fuerte aparato eléctrico, mientras salía por las puertas hacia una calle repleta de sol radiante y de pajaritos cantarines. “Me sentí muy orgulloso. Y muy triste. Porque sentí que la había cagado otra vez en mi vida como la cagan los artistas. Tuve ganas de llorar. Necesitaba llamar a alguien para contárselo. Y dos o tres días después, en Navidad, ya me estaba llamando el hombre de la Toscana.” Este jueves pasado, a las siete de la mañana, Adolfo y Estefanía embarcaron en el avión que los llevaría hasta ese edén artístico, Él, hasta entonces, vendedor de dibujos en la calle. Ella, comercial de Vodafone. Las otras, las musas, irreconocibles de guapas para la ocasión. Algo viejas y bohemias, eso sí. Auténticas hasta el final.    

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