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Mira por donde andas

Vaya tela cómo está el pavimento de Sevilla por doquier y, en particular, por el centro, tan turístico él y tan de caerse de boca. Mire la foto. ¿No le da nada?

el 24 oct 2010 / 21:00 h.

Caminante, no hay camino; lo que hay es un pedregal, podría haber escrito Machado de muchas calles de su ciudad. Cantos rodados, adoquines, desniveles, chapas, abismos, boquetes, estrechuras... Sevilla, la única llanura por la que hay que ir con botas de montaña, los invita a usted y a sus zapatos a probar sus texturas en una sesión gratuita de reflexología podal.

¿No los ve usted venir torcidos por la calle San Fernando? Observe, observe. Tan nuevecita, tan moderna la calle, tan sostenible, y ahora vienen todos un poquito de lado, como tirando de sí mismos. Si en vez de libros a un euro vendiesen alzas para un solo zapato en aquellos soportales, no se vería al respetable desplazarse por allí con la misma querencia que los carritos del hipermercado. Con la salvedad de que, aquí, la querencia es hacia los raíles del tranvía, porque el pavimento está combado hacia el centro. Si un paseante se dejase ir a la deriva, jamás saldría de la calle; parecerían todos un puñado de gatos queriendo sentarse. Se ve que les pedirían a los que hicieron la calle que le dieran un poquito de inclinación para cuando lloviera, y estos hicieron como el tipo aquel al que le dijeron que en la foto del carnet se le tenía que ver la oreja. Éste, en fin, es sólo uno de los mil ejemplos válidos de la aventura de caminar por Sevilla, por si no ha reparado usted todavía en la de cartelitos de clínicas dentales que hay por las terrazas de la ciudad. Y como no va a dejar uno de pasear por una simple fobia a partirse la boca, anote tanto los teléfonos de esos carteles como las peculiaridades de algunas calles, por si le toca andar por ellas cualquier día.

Un caso particularmente atroz es el de la Plaza de Pilatos. Allí, directamente tiene uno que herrarse. Eso no es un empedrado; eso se lo tuvo que dejar allí la Inquisición o bien Ridley Scott tras filmar la escena del ponedero de huevos de Alien. Busque la alpargatería más próxima, que está tirando para la Puerta de Carmona, y cómprese dos pares: uno para calzárselo y el otro para tirárselo a la cabeza al que pensó que por allí se puede andar.

Si cree que salir de allí es una buena noticia, es que no ha estado nunca en la calle Águilas. El ancho de sus aceras llega a adquirir tintes dramáticos, sobre todo si usted confía en caber entre el camión y la pared. No lo conseguirá, salvo que suela veranear entre los jíbaros. Y hay parajes aún más inoportunos para quienes incluyan entre sus prioridades el hecho de volver a casa con vida: la calle Imperial ni siquiera tiene aceras, y va uno trepidando sobre los adoquines regordetes, ya sabe, como provocando al tráfico.

Adoquines: palabra maldita. Están los chiquititos del centro, nuevos y crueles; los grandotes panzudos de Triana; los traidores abrepiés, como en Marqués de Contadero; los de granito, en El Salvador... ¿Mejor por las aceras? Eso es que no ha visto usted la de Méndez Nuñez. Ni la de Juan de la Encina. Cráteres. Dicen que un zapato tiene una vida media de mil kilómetros. Lo que no dicen es si sufren infartos.

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