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Mis sensaciones

Me propongo en estos meses de verano aligerar los "Cristales Rotos", iniciando una serie de artículos donde pueda contar a los lectores de este periódico algo de las experiencias que he vivido desde que abandoné, por voluntad propia, la presidencia de la Junta de Extremadura...

el 16 sep 2009 / 05:14 h.

Me propongo en estos meses de verano aligerar los "Cristales Rotos", iniciando una serie de artículos donde pueda contar a los lectores de este periódico algo de las experiencias que he vivido desde que abandoné, por voluntad propia, la presidencia de la Junta de Extremadura. Y lo quiero hacer porque, a lo largo de estos dos años de alejamiento de responsabilidades institucionales, he podido observar que a muchos ciudadanos les interesa conocer las vivencias personales de quienes hemos dedicado buena parte de la vida a intentar ordenar el espacio público que compartimos para que, desde posiciones y planteamientos diferentes, diversos o contrapuestos, seamos capaces de que todos tengamos nuestro espacio y nuestra oportunidad.

Desde que en 1983 accedí a la presidencia de la Junta de Extremadura, siempre estuve preparado y dispuesto para abandonarla, si las circunstancias así lo exigían o aconsejaban. Lo cierto es que pasaban los años y las legislaturas y esa ocasión nunca llegaba. Tuvo que ser el corazón, que no la cabeza, el que me indicara por dónde se salía a la calle. Los partidos políticos tienen una resistencia numantina a prescindir de sus candidatos cuando esos candidatos les aseguran el éxito electoral. En mi caso, mi partido, el PSOE, jamás quiso entrar a considerar si era o no pertinente mi continuidad al frente de la candidatura a la presidencia extremeña.

Alguna vez que quise plantear la cuestión recibí una sonrisa por respuesta, negándose mis interlocutores a hablar de semejante extravagancia. Pero nunca fui candidato a la fuerza; siempre que el partido quiso que siguiera, lo hice convencido de lo que hacía y entusiasmado en continuar con una tarea que parecía no tener fin. Ya he dejado escrito en estas páginas que no entiendo bien las posiciones de aquellos políticos que defienden la limitación de mandato amparándose en la idea de que un proyecto no puede durar más de ocho años.

Sin duda están hablando de proyectos personales que nada tienen que ver con un proyecto político de carácter colectivo en el que surgen, a la vuelta de cada esquina, nuevos escenarios consecuencia de los logros que se van consiguiendo a lo largo del tiempo. Pues bien, como consecuencia de ese abandono y de ese accidente, son muchas las veces en que me he encontrado con la siguiente pregunta: ¿No lo echa de menos?

Esa es una pregunta recurrente, diaria y constante. Son muchas las veces que, saludando a personas en los sitios más variopintos, siempre me formulan esa interrogante: Pero? ¿no lo echa de menos? Da la sensación de que los ciudadanos sobrevaloran la tarea del responsable institucional, hasta el punto de que no les entra en la cabeza que no se añore el cargo público que se ha ocupado por un espacio más o menos dilatado de tiempo.

Tal vez los ejemplos que da Berlusconi contribuyan a crear la imagen del político forrado por el cargo, rodeado de fiestas, saraos, cenas pantagruélicas y lo que la imaginación permita adivinar. Créanme si les digo que la mayoría de los responsables institucionales no llevan ese tipo de vida, ni parecida. Se discute algunas veces sobre los cilindros del coche oficial, o sobre las dimensiones del despacho de tal o cual cargo público, pero casi nunca se reflexiona sobre los horarios que se ve obligado a seguir ese cargo, sobre las horas en que está en el despacho o metido en el coche oficial, aburrido o reflexionando en el asiento trasero sin poder compartir con nadie sus preocupaciones, sus retos, sus anhelos o sus desafíos.

Más de una vez, mientras fui presidente, me pregunté por el salario que habría que pagar a quien, a las tres de la mañana, transita por una carretera después de haber asistido, en una localidad muy alejada de la tuya, a un sepelio de una de las victimas de ETA. ¿Quién le pone precio al peso de la mirada de una viuda que tiene delante el cadáver de su marido asesinado? ¿Cuánto se debería cobrar por decidir si se evacúa o no un pueblo cercado por un incendio a las cuatro de la madrugada? ¿A cuánto se cobra la hora de permanencia en un despacho durante cinco días, con sus respectivas noches, viendo como tu región arde por los cuatro costados cuando en determinados veranos, la naturaleza (¿o los pirómanos?) deciden poner en marcha un festival de fuego, mientras tú suplicas teléfono en mano que te manden de donde sea tres hidroaviones sin que nadie atienda tu ruego?

Desde hace dos años, cuando me acuesto por las noches, antes de apagar la luz para coger el reparador sueño, no puedo evitar decirme a mí mismo: ¡Duerme tranquilo, porque pase la que pase en la región o en España, nadie te va a llamar por teléfono!

Pienso entonces en los concejales de muchos pueblos de España que tendrán que levantarse a media noche para acudir a un barrio en el que una tubería ha reventado y sale agua como si de un manantial se tratase. Ese concejal se pasará allí, con los trabajadores municipales, toda la noche haciendo algo para que los vecinos recobren la normalidad en el abastecimiento. Ese concejal, tal vez, todo lo que cobra en el Ayuntamiento son doscientos euros cuando asiste a un pleno.

¿Alguien cree que esos miles de concejales están en política por obtener algún beneficio? Lamentablemente, cada vez son más los que no creen que no se eche de menos una actividad que gratifica, por lo que significa de capacidad de decidir, pero que agota, por la imagen negativa que proyecta entre quienes sólo ven lo que les interesa o lo que más se parece a lo que ellos querrían ser y hacer.

jcribarra@oficinaex.es

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