Ha sido el propio Consejo General del Poder Judicial (CJPJ) el que ha puesto el dedo en la llaga de las graves carencias y atascos de la Justicia. Una sencilla inspección interna ha detectado que la friolera de 269.405 sentencias penales están en proceso de ejecución. En este caso al menos los efectos colaterales del Caso Mariluz han siendo positivos, porque ponen al descubierto una realidad muy grave que reclama soluciones urgentes. El secuestro y asesinato de la niña de Huelva creó tanta alarma social y corporativa dentro del gremio judicial que espoleado la elaboración de un diagnóstico que tendría que haberse acometido sin necesidad de que se consumara la tragedia sufrida por la familia onubense. Aunque la enorme cifra reseñada antes no significa que todas esas sentencias ni siquiera hayan comenzado a ejecutarse -la ejecución concluye cuando el reo ha cumplido su pena- sí descubre endémicas necesidades de los tribunales que no pueden eternizarse más. La Justicia carga merecidamente con el estigma de la lentitud. También con la virtud de que, aunque torpe, siempre llega para alcanzar al culpable. Sin embargo, no es lógico que su defecto principal dependa de factores tan vulgares en la era de la información y el conocimiento como la ausencia de dotación informática que facilite un seguimiento mínimo de las decisiones judiciales. Tampoco tiene fácil explicación que parte de ese auténtico colapso que sufre la mayoría de los juzgados se achaque a la poca capacitación de los funcionarios, el exceso de plantillas interinas en los tribunales o la carga repentina de trabajo que han provocado los juicios rápidos. La Administración demuestra en otros sectores, especialmente los recaudatorios -Hacienda y Tráfico, por ejemplo- que sí es capaz culminar sus tareas con rapidez y eficacia. La situación de la Justicia requiere desde hace tiempo una gestión igual de brillante. Porque el Estado no puede permitirse que los ciudadanos pierdan la confianza en un valor esencial de la Democracia.