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Morón es ya la primera cárcel de Sevilla al superar los 1.500 presos

Al año de su puesta en marcha, la cárcel de Morón acaba de cruzar la barrera psicológica de los 1.500 presos, lo que la convierte en el primer centro penitenciario de la provincia superando en internos a la de Sevilla (1.450) y muy por encima del Psiquiátrico Penitenciario (184), la de mujeres de Alcalá de Guadaíra (160) y el Centro de Inserción Social (338).

el 16 sep 2009 / 07:17 h.

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Al año de su puesta en marcha, la cárcel de Morón acaba de cruzar la barrera psicológica de los 1.500 presos, lo que la convierte en el primer centro penitenciario de la provincia superando en internos a la de Sevilla (1.450) y muy por encima del Psiquiátrico Penitenciario (184), la de mujeres de Alcalá de Guadaíra (160) y el Centro de Inserción Social (338).

"Esto ya es como un pueblo pequeño", lo describe su director, José Vidal. La prisión tiene capacidad para 2.200 reclusos, pero como los comienzos son difíciles, los primeros llegaron con cuentagotas y escogidos por su buen comportamiento. Eran 29. En los últimos meses la ocupación ha crecido de forma desbordante: el último mes han llegado 250, alcanzando un total de 1.551, "y eso son muchos problemas, cosas pequeñas pero en las que hay que estar encima todo el día", explica el director, que está viviendo un verano maratoniano con el trasiego de ingresos, salidas en libertad, permisos o presos que salen al hospital para ser tratados.

La prisión, un centro penitenciario moderno con una clara filosofía de reinserción social, ya ha puesto en marcha varios módulos especiales que pretenden ponérselo fácil a los presos que muestran interés por mejorar. Porque en las cárceles sigue habiendo droga -hay presos dependientes de larga duración- y peleas. En los llamados módulos de respeto eso se erradica: a los internos se les exige mucho, y a cambio se les da cierta autonomía para organizar su tiempo, para decidir, algo que se echa de menos en la rutinaria vida de la prisión y que a la larga afecta a los reclusos. Se institucionalizan, dicen los técnicos, y pierden la capacidad de ser autónomos.

Morón tiene 12 módulos de 72 celdas dobles cada uno y otros dos partidos por la mitad, con sólo 36 celdas dobles, con idea de poder empezar programas piloto con estas iniciativas. En ellos se han abierto ya un módulo de respeto con 79 presos, otro de apoyo terapéutico que atiende a enfermos mentales, con 36 internos; y uno libre de drogas, con 24 personas que siguen programas de deshabituación. En todos se siguen la mismas normas estrictas, la limpieza es innegociable y evitar las peleas también. Los presos se ocupan de las macetas y la pintura.

En el módulo libre de drogas, los internos han decidido pintar de azul cielo el patio y combinar en las zonas comunes el marrón, el rosa, cenefas celestes y hasta un dibujo de imitación de ladrillo. Juan Carlos Ruiz, de 46 años, cuenta atropelladamente todo lo que puede hacer desde que llegó a este módulo, "muy distinto del que yo venía", insiste. Aquí los internos se reúnen a diario para analizar cómo se encuentran, qué actividades les benefician y qué hábitos les perjudican, cómo mejorar...

No es sencillo, "porque vienes de una rutina y empezar de cero es difícil", dice Juan Carlos, al que le quedan seis años de condena. A cambio saben que tienen que pasar tests de drogas habituales y por sorpresa -no superarlos supone la expulsión del módulo- y asumir con responsabilidad sus tareas de organización y limpieza.

Tienen un aliciente común: en el módulo cuentan con orgullo que sus familias, que los han visto fatal, encadenando condenas, mintiéndoles y hasta robándoles para conseguir sus dosis, se alegran de verlos progresar y se van tranquilas tras las visitas, "porque sin drogas no hay tanto nerviosismo y no hay peleas". "¡Fíjate que estamos dejando hasta de fumar!".

El centro ha abierto también un módulo psiquiátrico con un número de internos que parece arriesgado: medio centenar de pacientes con trastornos o discapacidades mentales son muchos, teniendo en cuenta la complejidad para tratarlos. El lugar impresiona porque al entrar los presos se acercan hablando sin pausa, preguntando -a veces insistentemente lo mismo-, deseosos de establecer contacto. Reclaman al director atención, cambios de medicación, posibilidades de permisos... Otros pasean de forma autómata como si nada fuera con ellos. Vidal, que es psiquiatra y durante 17 años dirigió el Psiquiátrico Penitenciario de Sevilla, parece sentir debilidad por atender a estos reclusos, a los que conoce por nombres y dolencias, en muchos casos paranoias que suelen haber influido en el delito cometido.

"Lo que necesitan es mucha actividad, tener la mente ocupada", explica el director, que se esfuerza porque tengan siempre talleres, actividades deportivas o juegos que realizar. Hay un proyecto para habilitar huertos y pajareras, cuyo cuidado los beneficia mucho. Si no hacen nada, se los come la ansiedad. Necesitan rutinas para ordenar sus vidas, más normalizadas ahora que toman su medicación.

Aunque hay actividades para todos los internos. Los presos pueden trabajar para la cárcel -en el economato, jardinería, etc.-; seguir talleres ocupacionales -marquetería, cuero, papiroflexia, pintura...-; pueden estudiar, o realizar actividades deportivas como fútbol, ping-pong o natación.

Herencia de su especialización psiquiátrica parece ser también la obsesión de Vidal por dar color y calidez a la cárcel, una forma de evitar esa temida institucionalización. De ahí el llenar los módulos especiales de macetas, haber colocado plantas aromáticas en la entrada y que todo lo que pueda estar pintado de colores, lo esté: "La gente del módulo libre de drogas tiene que pintar ahora el terapéutico", avisa a un funcionario de prisiones, aprovechando la visita para solventar el encargo.

También rejas y celdas tienen toques de color y están pulcramente ordenadas. Está prohibido tender en las ventanas, hacia el patio: "Tú ves este patio y no es igual que si está la ropa interior colgada, cómo va a ser igual", insiste. Acribilla al personal con la limpieza: "Por aquí acaba de pasar el carro de la comida y mira, un reguero. Hay que quitarlo ya, porque lo dejas un día y al final esto se convierte en un basurero", reitera. La filosofía es simple: si una cárcel recién estrenada empieza a degradarse con sólo un año, cómo estará con el tiempo. Y si el entorno que se ofrece a los internos está estropeado, cómo se les va a pedir a ellos que mejoren: la cárcel está para dar oportunidades, y para dar ejemplo.

Todo debe funcionar como un reloj. Se ve en la precisión de servicios como la cocina, donde Esmeralda organiza, dos veces al día, 1551 menús con nueve dietas distintas: la general, las de vegetarianos, diabéticos, musulmanes, celíacos... Después de que el director pruebe la comida, salen a la vez los carros para todos los módulos. Después de hacer tres marmitas de macarrones, la espaciosa cocina de aluminio queda limpia, para satisfacción de Vidal. Aquí trabajan 72 reclusos, y es uno de los destinos más solicitados.

Ésa es la cara de la prisión, que tiene su cruz: es una cárcel de máxima seguridad con módulo de aislamiento para 30 presos del Fichero de Internos de Especial Seguimiento, Fies, clasificados en primer grado por su peligrosidad. Deben estar más vigilados. Ocupan celdas individuales y también lo son sus patios, con rejas en el techo para evitar fugas con ayuda desde el aire. Ahora sólo hay un preso del Grapo, pero tiene capacidad para 10 de estos terroristas, 10 etarras y 10 islamistas. Vidal supone que empezarán a llegar en septiembre.

Desde la torre de 45 metros de altura que vigila las instalaciones, lamenta que los sindicatos denunciaran que la cárcel se estaba abriendo sin las necesarias medidas de seguridad: "aquí hay funcionarios de prisiones, somos profesionales. Se nos ha estropeado el aire acondicionado y hay quien ha tenido que hacer guardia con una manta, pero las medidas de seguridad son férreas".

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