Marina Heredia en el Maestranza.
A Marina Heredia no le ha resultado el invento: solo medio aforo del Maestranza y, encima, la que puso al público de pie fue Mónica Naranjo bambineando al siete por medio. No sé si pedirle permiso a Belén Maya, pero algo hay que decir de esto, lo de convertir la Bienal poco menos que en una sala de fiesta de los setenta. La cantaora de Granada no necesitaba todo este montaje porque es una gran artista, como demostró antes de que la Naranjo nos rompiera los tímpanos. Marina hizo muchas cosas y todas muy flamencas, porque ella lo es, como su padre, El Parrón, desde que aún andaba a gatas. Comenzó a demostrarlo en la bulería por soleá acompañada a la guitarra por El Bolita y Diego del Morao, ambos de Jerez, con la voz en el cielo buscando al Sordera y a Terremoto y a Tomás Pavón. ¡Qué voz más jonda y qué manera de cuadrarla, de ajustarse al compás! Vino a cantar todo lo gitano de lo que es capaz y de las bulerías para escuchar pasó al fandango para homenajear a un genio, Antonio el Chocolate, al que tanto añoramos. ¡Ay, Antonio, que pronto nos dejaste! Fandangos chocolateros en una voz quebrada, rota, pero preñada de melismas. En el último, la cantaora granadina le enmendó la plana al maestro en un claro arranque feminista, aunque tuvo su gracia. Y de la anécdota, de la gracia, la artista se puso un velo negro imaginario en el rostro para acometer la seguiriya gitana, cantes de Jerez, con el cambio de Manuel Molina, sin efectos, por derecho, comunicando, y con la guitarra del hijo de Moraíto Chico mojada en vino de solera. La noche iba de reunión jonda, de cuarto de cabales. El corazón me latía a una velocidad de vértigo, porque sabía que en cualquier momento, a pesar de las cuatro velas que le puse por la mañana al Gran Poder para que se quedara afónica y no viniera, podía salir la Mónica y joderlo todo en el tono de La Paquera. Pero Marina lo demoró hasta última hora, como para que nos cogiera ya borrachos de su arte y nos resultara menos chocante. Y siguió con la jondura, ahora interpretando una preciosa caña, la de Morente, coreada por el cuadro. Marchena decía que la caña, en su origen, era coreada, así que a mí me supo a gloria. Como me supo a gloria también el detalle con la gran Adela la Chaqueta en una ranchera por bulerías con olor a manzanilla. Beodo estaba ya cuando le dio un sentido homenaje a Chano Lobato, en unas alegrías quizás con demasiada moya -entiéndase palmeros y guitarras-, que nos impedían disfrutar de los matices de su venusta voz. Es un error que esta cantaora salga con un cuadro tan potente porque su sonido acaba siendo absorbido. Pero hizo músicas muy bonitas por alegrías, las cosas como son. Y por tanguillos, acompañada del Coro de Luis Rivero, sin duda el momento más simpático y desenfadado de la noche.
Tras lo festivo, de la sal de la Tacita, Marina decidió no demorar más la salida al escenario de "la gran diva", según sus propias palabras. ¡Oh, es ella! Éstas son la satisfacciones que te da el hecho de ser un crítico de flamenco. No llamé a mi madre porque estaba sin cobertura. Allí estaba Mónica Naranjo, ante mis ojos, quien por el vozarrón que tiene debe ser tataranieta de María Borrico, por lo menos. Menudo fiasco. Menos mal que Marina lo arregló un poco homenajeando a Enrique Morente por tangos y a Camarón de la Isla por bulerías. Emoción desbordada como remate de un espectáculo que, aunque con cosas muy buenas por parte de la granadina, quedó deslucido con una colaboración que no le aportó nada a la noche. No sé qué pensará Belén Maya de esto.