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Nietzsche y el afilador callejero

Cada día que pasa tengo más dudas de que los niños de hoy estén recibiendo mejor formación cultural que los de mi generación, la de la leche en polvo y la televisión en blanco y negro.

el 15 sep 2009 / 04:37 h.

Cada día que pasa tengo más dudas de que los niños de hoy estén recibiendo mejor formación cultural que los de mi generación, la de la leche en polvo y la televisión en blanco y negro. Me crié en un pueblecito de unos mil habitantes, Palomares del Río, sin polideportivo, cine o Casa de la Cultura donde cultivarme física y mentalmente. Lo único que había era un futbolín en el bar de Ricardo.

Los que no teníamos televisión en casa, que éramos muchos, solíamos acudir también a este bar para ver Bonanza. Ricardo ponía unos tableros encima de unas cajas de cerveza y cobraba una peseta por dejarnos ver esta serie. Los que queríamos ser futbolistas y no teníamos pelota le colocábamos un tapón de corcho a una botella de plástico, de las de aceite, poníamos dos piedras en la carretera y emulábamos al bético Rogelio o al sevillista Lora, según los colores de cada uno.

No había ni campo de fútbol. Se hizo uno en el Raso del Nono con tanta pendiente lateral que para tirar una falta había que acuñar el balón con un terrón, con el riesgo de que el terrón acabara en la cabeza de alguno. Sin embargo, los niños de entonces sabíamos de muchas cosas porque solíamos escuchar a nuestros padres y abuelos, que nos contaban historias del pueblo o del resto del mundo que ellos habían escuchado también a sus predecesores.

Siendo sólo un niño sabía distinguir veinte clases de pájaros, diferenciar entre la aceituna morcaleña y la manzanilla, lo que era una tagarnina y una lechugueta o cómo se hacían el gazpacho y las sopas de tomate. Con sólo meterle el dedo en el culo a una gallina sabía cuándo iba a poner el huevo, si por la mañana o por la tarde; conocía decenas de villancicos y tonadillas populares, sabía quién fue El Tempranillo y cómo se hacía un soplillo de palma para avivar la copa de cisco o el anafe.

Sin embargo, al dejar el colegio no me dieron el certificado de Estudios Primarios porque no sabía quién era Aristóteles o lo que significaba un diptongo. He sido toda la vida analfabeto, pero no inculto. La sencillez y la naturalidad son el supremo y el último fin de la Cultura. Lo escribió Nietzseche, pero yo lo sé desde niño porque me lo enseñó un afilador callejero.

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