Matrix le ha hecho mucho daño al séptimo arte. Y no porque la cinta (nos referimos sólo a la primera entrega de la trilogía) fuera mala, sino porque si la visionaria producción de los Wachowski nunca hubiera existido, ahora mismo el noventa por ciento de las cintas de acción que se estrenan al cabo del año no se verían obligadas a ampararse bajo la alargada sombra de una película que ya ha cumplido una década.
Desde que se estrenara, el bullet time es un concepto que ha pasado de sernos completamente ajeno a que toda producción con un mínimo de presupuesto tenga que incluirlo y que, por ende, los espectadores tengamos que sufrirlo.
Y si para colmo estamos hablando de una cinta que ha dirigido un discípulo directo de los hermanos Wachowski, pues entonces con más razón. El problema es que allí donde Matrix hacía gala de una narrativa prodigiosa, sobre todo en esas luchas en las que uno no se perdía detalle, Ninja assassin (y casi todo lo que se estrena hoy en día) orbita en torno a una esfera completamente diferente: la de que cuanto menos se enseñe, mejor.
Esto, que incluso en buenas manos nunca suele dar resultados satisfactorios, en las de James McTeigue deriva en un producto plagado de efectos digitales de sangre, peleas caóticas que acaecen en la penumbra y una cinta que, salvo cuando se centra en el protagonista (lo único medianamente interesante del conjunto) viaja sin rumbo, como si los guionistas tuvieran claro que a los espectadores a los que realmente va a decirles algo este filme poco les importaría que el libreto lo hubiera firmado el gran Truman Capote o Belén Esteban.
