Esta es la famosa mantis religiosa de bronce que intentaron llevarse. / La Casa de la Ciencia Aprovechando que nadie miraba, ¡qué cuatro palabras para construir con ellas una historia revisada de la humanidad! Qué mal parada saldría la especie si se llevase la contabilidad de las cosas que hace la gente cuando nadie mira... Desde abrir la caja de los vientos (y no precisamente los de Pandora) hasta agenciarse un collar de brillantes, pasando por recolocarse los refajos, pintarle un bigote a la Dama de Elche u observar lascivamente un culo, forma parte de lo más salvaje de los hábitos del homo sapiens el invertir esos segundos a solas, en medio de todo el mundo, en perpetrar la primera cosa prohibida que se encuentre al alcance de la mano, según las tendencias de cada cual. Ayer, en la Casa de la Ciencia, se comentaba mucho esto. Sí, porque estaban haciendo balance de las travesuras, abusos y mangoneos que han sufrido en los últimos doce meses por parte no ya de los adultos, que también, sino sobre todo de los niños. Contando solo las visitas organizadas, desde febrero de 2013 hasta la fecha han pasado por allí nada menos que 20.000 niños. Desde su departamento de comunicación, Erika López reunía a conserjes y vigilantes jurados del pabellón para confeccionar esa lista, pero advertía: «No hay más que ver ese número de visitantes infantiles para comprender que los actos vandálicos son siempre obra de una minoría», aunque admitiendo que tales excepciones ofrecen una imagen bastante fidedigna de lo que Agatha Christie llamaba, por boca de Miss Marple, la naturaleza humana. O si no, que alguien explique qué hace un chavalote del primer mundo intentando meter en su mochila una figura de bronce de tamaño XXL de una mantis religiosa, obra del insigne artista José María Moreno para la exposición de Insectilandia. Una mantis religiosa. Porque todavía, si uno se encuentra el busto de su abuela en una muestra retrospectiva sobre el linaje familiar, se alcanza medio a comprender que sucumba a la tentación de arramplar con él no bien se dé la vuelta el de la porra, pero semejante ordinariez de bicho... Menos mal que el guardia de seguridad lo vio a tiempo y pudo evitarlo. «Nos encontramos de todo, de todo», cuenta Erika, «pero como digo, son casos aislados. También hay anécdotas muy bonitas». Se trata de niños, después de todo. «Y muchos de ellos son de colegios privados». No obstante, conviene tener cuidado: este tipo de críticas sociales en las que se obtiene como conclusión lo fresca que es la humanidad cuando se la deja suelta están muy mal vistas. «Resulta de todo punto monstruosa la forma en que la gente va por ahí hoy en día criticándote a tus espaldas por cosas que son absoluta y completamente ciertas», escribió Oscar Wilde. Porque esa es la verdad: la gente es fresca de nativitate. Y la cosa no acaba con los niños: una vez, según cuenta la citada portavoz de la Casa de la Ciencia, «lanzamos una promoción familias. Consistía en que si venía una familia con varios niños, solo pagaba uno. Pues bien, empezaron a presentarse aquí parejas con seis o siete niños (uno pelirrojo, otro tirando a mulato...) diciendo que eran suyos... ¡para no pagar! Tuvimos que quitar la promoción y cambiarla por la típica de descuento a las familias numerosas». «Se ha dado el caso», prosigue, «de que en algunas ocasiones los padres han dejado aquí a los niños en el museo, viendo las exposiciones, y se han ido por ahí. Tuvimos que poner los menores de 16 años deben estar acompañados por un adulto, porque parecía que esto era una guardería». No es de extrañar que luego los peques se quieran llevar una mantis y hasta un búfalo watusi caramelizado; lo raro es que no lo intenten más a menudo. «Demasiado poco ocurre, con la cantidad de visitantes que tenemos». Exposición de minerales con el estromatolito en su peana. Lo de despegar las letras de las etiquetas de las vitrinas de Geo, la exposición de minerales, para formar nuevas palabras (imagínese cada cual qué tipo de palabras) también está muy de moda en la Casa de la Ciencia. Pero lo que más se lleva es el intento de mangazo, como vulgarmente se dice: niños de 11 o 12 años («la mayoría de las tropelías son a esa edad») queriendo llevarse cosas. «En la exposición que tenemos ahora de las Moléculas de la vida hay un interactivo para hacer una especie de recreación de un buceo submarino. Pues hace dos semanas, intentaron robar el mando de la wii que se usa en ese interactivo. Cualquiera podrá decir que vaya, un mando de una wii... en fin, ya se sabe, los niños. Claro, claro. El mando de una wii. Pero cómo se interpretaría el intento de apropiarse un estromatolito (un pedrusco raro) de cinco kilos, cinco, que tienen en exhibición. Bien, pues llegaron a arrancarlo de su peana. «Lo pusimos para que la gente lo pudiera tocar, experimentar... ¡y vaya si lo tocan, que lo arrancan!», comentaba ayer Erika López. Y esto no lo han hecho una sola vez, sino varias. A este paso, la separación de estromatolitos de sus soportes va a tener que constituirse en federación deportiva, para canalizar las inquietudes de tantos y tantos chavales. Al planetario también han intentado quitarle uno de sus altavoces de sonido envolvente, pero no pudieron y lo dejaron ahí, medio descuajaringado. Y si no, las pobres águilas imperiales de bronce de la puerta, a las que se ha subido más gente que a la chepa del contribuyente. Todo ello, aprovechando que nadie miraba, o casi nadie. Pero en la Casa de la Ciencia insisten: algunos son incidentes, sí, pero «la mayoría son travesuras sin demasiadas consecuencias». Nada que no pueda explicarse con la naturaleza humana. «Aplaudir la labor de nuestro personal de seguridad, cuya profesionalidad nos salva de muchas. También a nuestros educadores, que con su paciencia y empatía se ganan a los niños... Y la de los docentes, que intentan controlar a los niños con dedicación y en la mayoría de los casos lo consiguen». De domadores no dice nada.