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No diga Betis, diga...

el 07 nov 2010 / 08:19 h.

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Eran los tiempos del Benito Villamarín, de Hugo Galera, de Villa Heliópolis, de la deuda de 2.000 millones de pesetas. Eran los tiempos en que Manuel Ruiz de Lopera no mandaba, aunque a punto estaba, y el Mucho Betis no existía, aunque a punto estaba. Eran los tiempos de la incorporación de la mujer al Ejército y el primer capítulo de Los Simpson. Eran otros tiempos. Y fue entonces cuando José Mel Pérez llegó al Real Betis Balompié. Tenía 26 años y renunció a estar en Primera con el Castellón porque tenía “muchas ganas de jugar ante la mejor afición del mundo”, o eso dijo en su presentación. No hay que ser catedrático para advertir el tópico, pero aquella afición acabó siendo la mejor del mundo, de verdad, para él.

Pepe Mel siempre ha sido un tipo carismático, que no mediático. Si hubiese sido mediático, quizá habría seguido al lado de la Quinta de El Buitre, con la que compartió vestuario en sus años mozos en el Castilla, o habría ganado algo más que los cinco millones (de pesetas, por desgracia para él) que le daba el Castellón al año. No fue un futbolista al uso, sirva de ejemplo que amaba, y ama, la lectura y la música clásica, e incluso ahora está escribiendo dos novelas, una sobre fútbol y otra histórica, pero al aficionado siempre le resultó fácil encariñarse con él. “¡Que se quede, que se quede!”, gritaba la hinchada del Castellón en el verano del 89. Se debía a sus goles, es evidente, pero quizá también a su sencillez, su llaneza, su cercanía en definitiva. Mel es muy bético y tiene una hija muy bética, pero nació en Madrid y quiso ser futbolista del Real Madrid. Entró en su cantera con 11 años y al principio se conformaba con llegar al juvenil sólo para jugar en césped. Luego vio que no tendría sitio en la casa blanca, pero no renunció a su vocación: marcar goles. En Osasuna no pudo, porque se lesionó, pero sí en el Castellón. Y sobre todo en el Betis. En la 89-90, 21, entre ellos el del ascenso en una tarde de mayo ante el Sabadell. Y en la 90-91, en un equipo predestinado a descender, 14; sólo cuatro jugadores marcaron más aquel año en la Liga. “No diga gol, diga Mel”, le cantaba el beticismo. Por ahí surgió esa historia de amor que aún hoy perdura.Cuando colgó las botas, Mel aprobó el curso de entrenador con una de las notas más altas y volvió a empezar: la cantera del Madrid, la Regional, Tercera, Segunda B... Incluso un lapsus en Primera con el Tenerife. Vivió momentos críticos, como aquella eliminatoria copera ante el Lanzarote (5-1) o aquel ascenso a Segunda que se le escapó en Eibar. Sufrió y lloró, pero al Rayo acabó subiéndolo y cuando la familia Ruiz-Mateos lo mandó al paro era un símbolo. En aquellos días se hartó de leer mensajes de ánimo de los aficionados vallecanos en internet.
Mel no lo tiene fácil ni siquiera ahora que ha cumplido su otro gran sueño: entrenar al Betis.

Lopera lo tentó varias veces, pero se debía al Rayo y sólo este verano dio el paso. Ha cambiado los Ruiz-Mateos por Luis Oliver, así que podría dirigir un máster sobre cómo trabajar en empresas difíciles y tratar a jefes... complicados, dejémoslo ahí. Puede que la clave también esté en la sencillez y la naturalidad. Así, sin artificios, marcaba goles a pesar de no ser un superdotado. Su forma de entender la vida, y el fútbol, es ir de cara, con la verdad delante. Y la verdad es que el Betis se ahoga en una marea jurídico-social pero él, no se sabe bien cómo, se las apaña para que el equipo se abstraiga de semejante caos y vaya líder. Todo sea por que las trece barras retornen al lugar que les corresponde. Él ya lo está, el Betis va de camino. Y mientras lo recorre, en estos tiempos que otra vez son del Benito Villamarín, la referencia del beticismo vuelve a ser él. No diga Betis, diga Mel.

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