No está de moda, pero nunca deja de estarlo del todo. Es la chaqueta de siempre, la de ante, la que no ha cambiado ni de formato ni de uso en décadas. Esa marroncita, entallada, con cremallera, que pesa mucho y abriga poco. Ha habido otras prendas, pero ninguna tan atemporal, ninguna tan presente en nuestros armarios, ninguna tan duradera. Ha habido quien ha querido sustituirla por chaquetillas, trincheras, tres cuartos o capotes; pero ha sabido sobrevivir a cambios y tendencias, a nuevos materiales y a diseños modernos, para seguir acompañándonos. Ni de invierno ni de primavera, la extraña estación continuada que nos ha impuesto el cambio climático alarga su uso a todo el año. Admite la corbata; permite el chaleco o el cuerpo gentil; combina con rayas, cuadros y lisos en camisa. Llevarla exige una cierta prestancia, un andar estirado, con pantalones bien planchados y zapatos limpios.
Pero también nos impone sus reglas: ese retirar el brazo cuando se nos acerca alguien, ese saltar cuando se cae un vaso, ese andar por el lado más alejado de la pared, ese no coger a un niño en brazos? Porque la puñetera chaqueta se mancha, vaya si se mancha, y luego no tiene arreglo. Bien pensado, llevarla es una esclavitud. Pero para mí, y para tantos otros, es hacer Sevilla. Porque Sevilla se vive llevando una chaqueta de ante.
Miguel Rodríguez-Piñero Royo es catedrático de Derecho del Trabajo