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Todos tenemos derecho a hablar de todo, pero el ideal sería que cada cual hablase de lo que entiende y escuchase para aprender de lo que no comprende. Hay personas que no entienden ni comprenden de lo que hablan y otras que hablan de lo que no entienden ni comprenden...

el 16 sep 2009 / 04:44 h.

Todos tenemos derecho a hablar de todo, pero el ideal sería que cada cual hablase de lo que entiende y escuchase para aprender de lo que no comprende. Hay personas que no entienden ni comprenden de lo que hablan y otras que hablan de lo que no entienden ni comprenden. Parece la misma cosa, pero son distintas.

El cocinero Arguiñano mostró ayer su adscripción al primer grupo -cocinando en televisión un salmón con no sé qué cosa-, con un discurso en clave fascista con el que puso a los políticos de vuelta y media porque ejercitan la democracia.

No es la primera vez que realiza comentarios de ese corte, ni que en horario infantil cuente chistes verdes sin que nadie le dé el toque que le corresponde. No sé cocinar, pero en las cuestiones de gusto puede opinar todo quisqui y el resultado de dos almuerzos en su restaurante de Zarauz no logra el aprobado, algo raro en San Sebastián, una ciudad en la que se come casi como en Córdoba, aunque ésta no tenga tanta fama.

Debería aplicarse más en lo suyo, aunque siga ejerciendo el derecho a opinar de lo que le parezca. En el segundo grupo figura el periodista Alfonso Rojo, que da igual que le pregunten sobre la llegada a la luna o un disco de Pitingo porque él criticará las subvenciones al cine. La última ofensa conocida guarda relación con el vergonzoso, delirante y obsceno gasto en el fichaje de Cristiano Ronaldo, equiparándolo al valor de un cuadro de Van Gogh o Picasso sin apreciar que la pintura no es un arte efímero mientras que del portugués nadie hablará cuando pasen quince años.

Rojo va más allá y reta a que se diga una sola película que haya visto tanta gente como la final de la Copa de Europa en el que la selección española fue campeona. Supongo que un ejemplo vale para reconocer cierto grado de imbecilidad a su posición ultraconservadora, pero ese record lo tiene ya Casablanca, entre otras muchas, y además seguirá sumando espectadores nadie sabe cuantos siglos más. Los argumentos en su contra son tantos que no caben en el papel, pero dejemos impreso un par a los que se echa poca cuenta: la generación de empleo y la necesaria creación de cultura.

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