El poder de convocatoria de Javier Perianes en Sevilla es extraordinario. El lleno que provoca paga el peaje del ruido en la sala, pero la admiración reverencial que el público le profesa se traduce después en silencio absoluto.
Su actitud ante el piano es profundamente reflexiva y meditativa. Hace tiempo que dejó de ser la promesa a la que todos mimábamos y animábamos, de forma que ahora nos permitimos ser más exigentes. Quizás por eso no nos convenció su afectada visión de las Escenas de niños de Schumann, acusando tal ensimismamiento que la inocencia infantil quedó disfrazada de inoportuna pasión amorosa, y permitiéndose ciertos caprichos inadecuados. Los maestros con los que ha estudiado le han enseñado a interpretar a Chopin sin amaneramiento ni sensiblería, y con soberbias maneras concertísticas. A nadie le he oído tocar como a él la Mazurca nº 4 op. 17, que interpretó como propina y dedicó emotivamente a Julio Gº Casas, pianista y presidente de Juventudes Musicales.
Su nivel de excelencia en Schubert quedó corroborado con la última de sus sonatas, la nº 21, cuyos dos primeros movimientos en sus manos se convierten en oración, atento a toda la carga emocional de la pieza, robusto y a la vez delicado, sensible pero también firme y decidido. Con el compositor vienés su rendimiento es sencillamente portentoso.
