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Pagando el pato

Llamamiento urgente y festivo a los paisanos para que hagan suya la degradada Plaza de San Leandro, paraíso de botellas vacías y suciedad alrededor de la famosa pila tantas veces destrozada por los vándalos.

el 23 oct 2010 / 20:55 h.

Lo último que apetece en la Plaza de San Leandro es sentarse en alguno de sus mugrientos bancos de hierro, en uno de los cuales había ayer una bolsa de excrementos caninos dando sombra a tres litronas volcadas en el empedrado. Pero usted llévese allí su ánimo festivo y un pañuelito y hágalo. En manos de los sevillanos está recuperar para el uso civilizado la degradadísima e impresentable Plaza de San Leandro, pequeño y pringoso triángulo con cierto atractivo matinal y ninguno vespertino, entoldado por un fantasmagórico laurel de indias, hogar del casco de cerveza, patria de la bolsa tirada, terror del alcorque, pegajoso refugio de bebedores y letrina de palomas igual de tétricas y malcaradas. Curiosamente, el pato de la pila y la propia pila están ilesos, para variar. Y eso que ya hace la friolera de seis meses que restauraron la fuente.

Santa Rita de Cacia, reza la inscripción del retablo cerámico, abogado de lo imposible. No lo podían haber puesto en mejor sitio. Pero ni colocándole al lado otro azulejo de Perry Mason habría garantías de ganarle el juicio a la incuria en este rincón del barrio de San Bartolomé. Los farolillos herrumbrosos que escoltan a la santa en la fachada de la iglesia del convento también están, a juego con el conjunto, para el arrastre. Oscuro y lúgubre, el interior del templo muestra una imagen inusual: la mitad delantera de los bancos, casi vacíos, mirando hacia el altar; la mitad trasera, repletos de gente, puestos de costado frente a la estatua de Santa Rita, rodeada de exvotos y flores. Una señora vende estampitas al lado y regala oraciones a la antedicha. Entre los ditirambos que la hojilla le dedica, uno que se podría aplicar a los sevillanos que pasan por esta plaza sin atreverse a mirar hacia el centro no sea que alguien, desde los bancos, lo interprete como una insolencia y les plante cara: espejo de paciencia y mansedumbre. Y termina la oración: Haz que se enderece mi intención y mis deseos, para que, enmendando mi pasada vida, se me perdonen mis culpas y logre contigo gozar de Dios en la eterna bienaventuranza. Amén.

Desde la puerta del convento hasta el infecto parterre del que emergen las raíces del laurel de indias, se propone el siguiente recorrido: brinque sobre los alcorques de los naranjos del perímetro, no sea que le salte de allí un cocodrilo (sabe Dios qué criaturas pueden morar bajo tanta porquería); no se asuste si oye un clic bajo sus pies: no son minas, sino chapas de litronas que hay por docenas); sortee los socavones del pavimento de la plazoleta, usados como nidos por las palomas; aprecie las formaciones coralinas de plásticos, detritus y plumas, todo en uno; vea por fin el arbolazo y luego, dese la vuelta y mire lo que hay sobre la puerta del templo: un corazón atravesado. No está mal, como resumen. 

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