El sangriento atentado que ayer segó la vida al gran icono de la oposición política paquistaní, Benazir Bhutto y a dos decenas de sus simpatizantes, no sólo es la peor noticia posible para el masacrado país. También el mundo occidental ha perdido una pieza fundamental de la geopolítica, hoy quizá más necesaria que nunca. Bhutto, heredera de una estirpe familiar de la política paquistaní ya sabía lo que es gobernar un país a menudo ingobernable, aunque acusaciones de corrupción nunca del todo aclaradas la habían desalojado del poder en dos ocasiones. Y pese a las amenazas del propio régimen y de los extremistas islámicos, que nunca le han perdonado su condición de primera mujer que dirigió un país de mayoría musulmana, Bhutto tuvo la valentía de regresar. Se convirtió en la esperanza democratizadora de un lugar ubicado en la zona más caliente del planeta en términos de terrorismo tribal. Nada más poner el pié en la tierra que aspiraba a liderar ya intentaron matarla sin éxito. Fue un aviso muy serio. En el segundo lo han logrado. Con su muerte -todavía no aclarada- Pakistán da un peligroso paso más hacia los temibles brazos del extremismo religioso. Su asesinato tampoco beneficia al presidente del país, que a duras penas logra contener ya la marea islamista. No obstante, el gobierno de Pakistán deberá ser el primero en explicar porqué la futura candidata no contaba con la protección que necesitaba e investigar si algún sector del gobierno o del Ejército ha tenido algo que ver en su muerte. La reacción del resto del mundo también debe dejarse sentir con toda la fuerza sobre quienes han cometido o atizado el asesinato. Estados Unidos y Europa se juegan mucho si Pakistán se desestabiliza definitivamente. Pero también Rusia, China, India y los países islámicos moderados. No hay que olvidar que el país dispone de artefactos nucleares, una imprevisible amenaza en manos de radicales. Pakistán necesita ayuda y el resto del mundo debe dársela, aunque no a cualquier precio. Será necesario encontrar una nueva Bhutto para que el frágil edificio paquistaní no se desmorone irremediablemente.