Varias decenas de patos nadando tranquilamente en las aguas de la dársena me han traído a la memoria la tremolina que armó hace años la gripe aviar, cuando la televisión machacaba diariamente con los millones de vacunas que serían necesarias para prevenir la posible hecatombe. A fin de eliminar la eventualidad de un posible contagio desaparecieron entonces todos los que vivían en los estanques de los parques del Alamillo y de María Luisa (y supongo que de los demás); quedó triste y sola la Isleta de los Pájaros, se salvaron de milagro las palomas de la Plaza de América.
No digo que en el mundo no se sigan dando casos de esa gripe pero me parece que estarán dentro de las mismas proporciones que cualquier otra enfermedad alcanza desequilibradamente en el mundo; esto es: muchos más en los países pobres y muchos menos en los ricos. Los patos evolucionan de aquí para allá por el Paseo de la O, junto al basamento del Castillo de San Jorge; algunos serán hijos de los que se salvaron casualmente de aquella quema y otros habrán venido de donde las calores secaran el agua. Como nadie se acuerda ya de esa pandemia tan reciente, dado que las sociedades viejas son como los viejos, no hay partidas presupuestarias para su desaparición.
Viven porque nadie hace sonar una sirena, porque los reportajes y las tertulias se rellenan con otra cosa aunque no son tan libres como ellos creen. Tienen comida de sobra, los viandantes se apiadan de ellos y de la contaminación del agua se encargan varias agencias medioambientales. Pero cualquier día puede surgir la serpiente de verano emergiendo de la cabeza de alguna otra agencia falta de noticias; entonces cundirá el miedo, los viandantes les volverán la cara, caerá otra vez sobre esos patos de nadar tranquilo la espada de la actualidad con todo su peso.