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Pelea a brazo partido de Israel Galván

El bailaor de la Puerta Osario asombró con su ‘Solo' en la antigua fábrica de la Cartuja.

el 10 sep 2012 / 08:30 h.

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Lo que ofreció Israel Galván anoche en el CAAC fue la escenificación de una lucha. No sabíamos si contra un toro de humo, una amenaza abstracta, un enemigo imaginario o un gato invisible. Pero aquello, desde el minuto uno, iba de pelea, a brazo partido y con la mejor arma que un artista como él puede esgrimir: el flamenco. El baile flamenco desnudo, sin música, a palo seco, durante 45 arrebatadores minutos.

Habíamos visto imágenes en vídeo de representaciones de Solo en otros escenarios, y teníamos razones para temer que esa flamencura que es como una segunda piel para el de la Puerta Osario quedara relegada por otras atracciones: la inclinación de Galván hacia un lenguaje estético libre de los corsés canónicos de lo jondo, o la búsqueda de sonoridades, materiales y texturas que a ratos lo aproximan a la figura del artista plástico.
No fue así. Nada más aparecer entre las dos gigantescas chimeneas de la antigua fábrica de cerámica de la Cartuja, con paso lento, tranquilo, cundió la certeza de que el marco de la Bienal iba a imponer su acento.

Claro que Galván, por muy flamenco que baile, por más que su idioma sea la punta y el tacón, obliga siempre a reprogramarse, a replantearse todos los fundamentos. Antes -antes de Israel Galván, se entiende-, lo normal era fijarse en si tal o cual bailaor iba bien de piernas o de brazos, pero, ¿qué hacemos con uno que baila con los codos, el cogote, el vientre, los meñiques, los tobillos, los dientes, los párpados y hasta con la camiseta, todo a compás?

En efecto, en la pelea del Solo que vimos anoche, en el vaivén de navajas fulgurantes, golpes en el aire y poses pendencieras, se imponía una vez más la evidencia de que Galván ha inventado un lenguaje propio, que el público empieza a entender en sus signos más recurrentes: los perfiles egipcios, los equilibrios de grulla, las geometrías corporales, su sello.

No obstante, si hubiera que poner un pero a este exigente ejercicio de tres cuartos de hora sería precisamente la concentración de recursos que comprende. Las evoluciones de Galván son de tal intensidad, tan sostenidas a lo largo de toda la obra, que se echa de menos algún momento más de tregua. Hasta los mejores monologuistas saben que un Shakespeare bien dicho exige pausas dramáticas. Con la probable excepción de Andrés Marín, no hay en el panorama actual del baile un nombre capaz de brindar espectáculos como el de anoche. Acabamos convencidos de que Galván salió victorioso de la lucha -por fin lo entendimos- contra la monotonía, la convencionalidad, la mediocridad. Pero también de que una próxima pelea tendrá que ser consigo mismo, contra ese Israel Galván que ya gusta a todos. Entonces, cuando vuelva a vencer -lo damos por descontado- podrá decirse lo mismo que gritó ayer al final de la obra: ese altivo, desafiante "¡¿Qué?!"

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