Las declaraciones del imprudente, o impúdico, presidente de Cantabria, Miguel Ángel Revilla, alardeando de que su primera experiencia sexual, a los 18 años, fue con una prostituta, según el, lo mismo que la mayoría de los españoles, han originado una borrasca informativa, en un momento en que, en distintas instancias, se discuten medidas, no para eliminar, que nadie es tan optimista, sino para controlar - el problema es cómo, cuánto y hasta dónde - un práctica universal y que se remonta a los orígenes de la especie humana como es la prostitución.
En España, el ejercicio de esta actividad no es ilegal, aunque tampoco es legal, aunque si es delito la explotación sexual, es decir el proxenetismo, y eso es lo que técnicamente se puede, y debe perseguir penal y policialmente. Y algo se ha intentado hacer - de vez en cuando tenemos noticias de alguna redada televisada en clubs de alterne - pero es más que evidente que el problema va en aumento, lo que es fácilmente comprobable con un simple paseo por determinadas zonas de casi todas nuestras ciudades, en las que se ejerce la prostitución al aire libre, también se pueden contar las lucecitas de colores que adornan todo nuestro mapa de carreteras, o, mas sencillo todavía, leer las páginas de anuncios clasificados de nuestros periódicos, para darnos cuenta de la magnitud de esta actividad.
Es esta una realidad abrumadora, vergonzante, de raíces complejas y derivaciones múltiples y que, por tanto, no es remediable con soluciones simplistas. Lo cierto es que, sobre este tema hay mucha hipocresía y, probablemente, lo que ha reconocido Revilla, habrían tenido que admitirlo muchos de los que ahora están abanderando acciones tajantes en contra de la prostitución, o mejor dicho, de determinada prostitución. Porque en esto, como en todo, también hay niveles.
Por ejemplo, hay Ayuntamientos que han hecho campañas para eliminar la prostitución callejera que, en el fondo, lo que buscan no es la erradicación de una práctica denigrante, sino que eso no les cause molestias a los vecinos, que tienen perfecto derecho a exigirlo, y que no se de la imagen pública de un descarado exhibicionismo sexual. Pero parece que esas ansias redentoras no llegan a los miles de locales, casas, pisos y chalets, en los que se practica el mismo oficio, pero mucho más discreta, aunque seguramente, en esos sitios, la explotación sexual por aquello de que el lucro es mucho mayor, sea infinitamente más cruel. Pero no molesta, lo que demuestra un comportamiento hipócrita que, en lugar de luchar contra la lacra, lo que exige es discreción.
Por supuesto que hay que tomar medidas, y no sólo desde la persecución policial y judicial a las mafias que obligan a miles de mujeres, casi todas inmigrantes, a ser esclavas sexuales sino también a adoptar acciones sociales que incluyan información, protección y reinserción. Esas mujeres no son delincuentes, sino victimas, y lo que hacen. No se puede pensar para la galería sino para preservar su dignidad y la nuestra. O también podemos seguir siendo hipócritas.
Periodista
juan.ojeda@hotmail.es