Un concierto de Ecos del Rocío, ignoto primero, ubicadísimo -Plan RENFE, una y media, entrada gratuita- a la cuarta pregunta, con el prefijo macro si juzgamos la avalancha de público sugerido por, al menos, los despistados que confundían el sentido de la palabra feria. El reparto de libros gratuitos, en el mismo stand, pero bajo el cartel de información; no, yo no le regalo el mío, eso se compra ahí -todos asienten, pero se marchan-. O, directamente, todo por la cara: los folletos, nuestros bolígrafos, el atrezzo para divertir a los visitantes. Me sucedió el pasado mes, en una feria del libro andaluza, trasformada en mono de ídem y procurando -rezando por- firmar algún ejemplar. Propio o ajeno, ¿qué importaba? Más que practicar movimiento de muñeca, orienté en sus aspiraciones vitales a los militantes de la canción nuestra, fans de la gorronería -por separado, por separado- y echalecaras de, lo reconozco, mi ciudad. Y no crean que sufrí, al contrario: disfruté como una enana.
Cuando paseen por esa ciudad dentro de la ciudad que es la Feria del Libro de Sevilla -el recinto es envidiable; la imagen de este año, obra de Antonio García Villarán, refrescante- hojeen novedades, rebusquen en fondos, caminen más allá de las listas de ventas y sorpréndanse comprando una obra de alguien desconocido. Guíense por las notas de contracubierta; que les convenzan los primeros párrafos. Escuchen presentaciones, conferencias, mesas redondas. Pero, sobre todo, no pierdan la ocasión de torturar a un escritor.
Están ahí para que ustedes se interesen por cuestiones de autoría -"estos poemas, ¿los escribes tú?"-, inspiración -"¿cuánto cobras por página?"- o mitomanía -"¿a ti no te gusta Benedetti?"-. Los escritores son blanditos, no se quejan si les retuerces, satisfacen tus dudas y -con una pizca de fortuna- te sitúan en una de sus tramas. Esta tarde, mañana, pasado: hasta el domingo, lectores, pueden invadir pesadillas, arruinar vocaciones, protagonizar una historia de vudú. ¡Buen provecho!