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Por lo que más quiera, ¿los servicios?

Los aseos públicos de la Puerta de Jerez, el Duque y el Paseo de Colón están averiados y no se pueden usar

el 16 oct 2012 / 11:08 h.

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Los tres aseos públicos más estratégicos de Sevilla (la estrategia ya se podrá imaginar el lector cuál es) están escacharrados y no se puede hacer uso de ellos: la Avenida de Roma (Puerta de Jerez), la Plaza del Duque y el Paseo de Colón. Lo cual representa una seria contrariedad para el espíritu de aquel vecino o forastero que, en el trance de maravillarse contemplando la Giralda hasta tocarse los talones con el occipucio (o esnifando los naranjos con todo su porte de pulgones, o emparejando los pulsos de su corazón con el trinar de los gorriones del Triunfo), sienta de pronto cómo toda su vida hace ademán de fluir por las patas abajo. Un fluir cenagoso y urgente, como los famosos ríos de la copla de Jorge Manrique, esos que desembocaban en la mar, "que es el morir". Pero alcanzado este grado de tragedia, estando las cosas en el punto descrito, todo intento de parafrasear al poeta siguiendo su recomendación de dar "lo no venido por pasado" tórnase imposible al intestino: este se halla más interesado por saber si existe lugar próximo donde acogerse a sagrado de forma expeditiva. Así se cumplen esos otros versos que, a renglón seguido del poema, aluden a dicha desembocadura como el lugar al cual "van los señoríos, derechos a se acabar y consumir".

A la luz de estos hechos dramáticos, más que una ciudad para andar, Sevilla se ha convertido en una ciudad para correr. Y con un silbato en la boca. Ayer, la visita a los tres escenarios señalados, aun cumplimentándose a efectos meramente informativos, era descorazonadora. En el Duque, el estado del panel de mandos que en su día permitía abrir el portón del servicio no deja lugar a la duda: su último usuario iba armado con un sable láser. Al lado, varias torres de cajas de refrescos en plena faena de descarga recordaban aquella leyenda urbana por la cual todas las chicas modernas de Sevilla le pasan un pañuelito de papel a la boquilla de una lata antes de llevársela a los labios, desde que una de ellas vio que en cierta caseta de la Feria las apilaban detrás del váter de los tíos (en los servicios de la Feria, duele decirlo, no hay caballeros), de resultas de lo cual estaban en un estado que habría hecho vomitar al menos escrupuloso. No era el caso, desde luego. Pero con algo había que entretener la mente dado que el uso del aseo era inviable, incluso metiéndole músculos a la puerta para asombro de los figurantes.

Los otros dos especímenes de servicios públicos no ofrecían unas perspectivas mucho mejores. En el del Paseo de Colón, el único papel a la vista es un letrero donde se ofrece una señora para el cuidado de ancianos. En el de al lado del Hotel Alfonso XIII, junto a la entrada del aparcamiento subterráneo, no llega a tanto: un papelote pegado que dice que se busca al presidente de la Junta (un se busca más en plan western que en plan Wally) y una pintada que dice: Caca. Así, sin aposición ni despliegue gramatical alguno. Un caca existencial, diríase; destemplado, nihilista, impotente ante un mundo que le cierra las puertas. Antaño, al menos estaban esos dos servicios bajo tierra que daban alivio al peatón tanto en el Duque como en el Archivo de Indias. Abajo, una guardesa con las piernas como las raíces de un viejo laurel de Indias te daba por dos pesetas una porción de papel higiénico -una y no más, Santo Tomás-. La cicatería del caso era para tomar ejemplo del poeta y componerle una elegía a su padre, pero al menos cabía desahogo, había vida después de la vida. Hasta que la escasez de papel, llegado el momento de usarlo, dejaba en el alma la misma congoja que esos otros versos manriqueños que advertían de "cuán presto se va el placer, cómo después de acordado da dolor, cómo a nuestro parecer, cualquier tiempo pasado fue mejor".

Solo quedan tres soluciones: un bar (tema para otra tesis), hacer cola para entrar en la Catedral y correr hacia la Fábrica de Tabacos. Cualquiera vale, "porque todo ha de pasar por tal manera". Dadas las circunstancias, llevar encima un libro de Jorge Manrique puede resultar providencial.

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