No existirían los responsables públicos sin los ciudadanos y no existiría la ciudadanía sin ellos. Eso es lo que nos enseña la Democracia. Y como estamos en ciclo electoral, no está de más preguntarnos qué esperamos de tales responsables. Para empezar, habría que definir qué entendemos por responsable público; porque, por ejemplo, cuando al ciudadano se le pide su valoración de los funcionarios la puntuación es baja. Pero si se le pregunta por los médicos o por las Fuerzas Armadas, la valoración es alta; y los tres son empleados públicos. Cuando se le pregunta por los políticos, los penaliza; pero no se le suele preguntar por otros profesionales, como sacerdotes o periodistas, que, en ambos casos, tienen una evidente proyección pública.
Parece, pues, que hablamos de responsables públicos ligándolos al concepto de electo y huimos de esa consideración para personas que dirigen asuntos privados que tienen repercusión pública; en la Bahía de Cádiz entenderían perfectamente que me refiera a Delphi, por ejemplo. O quien lea varios periódicos al día entenderá mi interrogación acerca de los criterios por los que se seleccionan las noticias.
Lo cual tiene su importancia, porque éstos intermedian la visión que de lo público tiene la ciudadanía y aquéllos su economía familiar. Pero, si apartamos la terminología y volvemos al inicio, conviene recordar el cinismo ciudadano: solemos apostar por dos cosas a la vez. Queremos que el Estado pague lo público, pero no que su financiación salga de nuestros bolsillos. De ahí que venga bien que haya alguien que siempre será, más que responsable, culpable. Por eso es fácil percibirlo como corrupto; de ese modo volcamos en él esa visión que asocia lo público al lucro personal.
