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Que la vida nos coja divirtiéndonos

La pista de patinaje sobre hielo del Prado se empeta de gente tras unos comienzos muy tibios.

el 29 dic 2013 / 20:39 h.

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(Vea más imágenes de la diversión sobre hielo en el Prado)
El comienzo fue muy frío. No es un juego de palabras, no: es que Sevilla es así. Dura de inicio, lenta de turbinas. Durante los primeros días no iba ni el gato a los Jardines del Prado y ahora hay bofetadas por coger un trocito de pista de hielo. Es como lo de la teoría del semáforo: un sevillano se encuentra un semáforo en rojo e inmediatamente se coloca el pijama y se lava los dientes. Luego, cuando se pone en verde, necesita una noche en el despertar del Virgen del Rocío para meter primera por fin, pero, una vez que arranca, pisa el acelerador como si le fuese la vida en el empeño. Pues con lo del Prado, exactamente igual. Al principio no iba allí ni el otoño y los feriantes se miraban como diciendo ¡hum! y ¡ejem!, pero todo el que hubiera visto un documental de la National Geograophic sobre la migración en masa de los caribúes sabía que la gran ola humana estaba en camino, y así ha sido, hasta convertirse aquello en el fenómeno de moda de las vacaciones. Navidad sobre hielo. Normal que cause furor en una ciudad donde los únicos elementos que provocan patinajes más o menos artísticos son la cera de las cofradías y las cagadas perrunas. Hecho este introito, hay que ir de cabeza a la taquilla de la pista de hielo para quedarse de ídem con las normas para la distinguida clientela. La primera y fundamental: que el ticket son 7 euros y da derecho a unos patines en préstamo y 45 minutos de paseo. La gente, al ver el precio, empieza con los juramentos: “¡Siete pavos!”, clamaba un caballero, ayer, ante sus hijos. “¡Tes quié iyá! ¡Yo no pago siete pavos!”. Claro, le parecía mucho dinero por muy poco tiempo. Pero aquí es donde interviene Einstein con su nunca bien ponderada Teoría de la Relatividad: 45 minutos patinando son la eternidad empanada, si uno se fija en las normas. Entre ellas, la que obliga a conservar el sentido del giro (y la gente dirá: pues qué bien, mire usted qué cosa más civilizada, todos para el mismo lado, manteniendo el principio migratorio del caribú). Pero luego la tuerca se va apretando: no se puede cruzar la pista por ningún motivo (se muere usted y lo sacan de allí conservando el sentido del giro, cual caribú fenecido). No pueden patinar más de dos personas cogidas ni formando trenecito. O esta otra orden tremenda: Nunca empuje a otro patinador. También está vetado el hacer carreras y chocar bruscamente contra las vallas. Ante el cariz de la normativa, uno empieza a temerse que Julie Andrews sea la monitora de esta atracción, o bien una ursulina con guitarra. Si no se puede correr ni sacudir al prójimo ni estamparse uno vivo contra las vallas, ¿qué se hace en una pista de hielo durante 45 einsteinianos minutazos? Equilicuá: croché. Una colcha de ganchillo. Ideal, mientras se patina. Pero claro, aparece un nuevo mandamiento en las tablas de la ley: está prohibido acceder a la pista con mochilas, bolsos grandes, así como objetos peligrosos. Adiós, madejas; adiós, agujas. Tampoco se consiente fumar, comer y beber dentro de la pista. Por fortuna, no se dice nada de imitar animales, declamar profecías en latín o bailar a lo derviche, por lo que la experiencia puede acabar reportando ciertas satisfacciones, más allá de la de dejarse los glúteos en el empeño. Y sin embargo, la gente va y adora este bañito de masas, fiel al principio de que la diversión, como se decía antiguamente del espectáculo, debe continuar. Vengan mercadillos, atracciones, pistas, carteros reales, mappings, regalos, chocolates, paseos en camello. Y a inmortalizarlo todo para las redes sociales, que no para el recuerdo. Porque recordar ya no hace falta, teniendo tantísima inmediatez donde elegir. Huele a gofre y a verdina. No lejos de la pista hay un tobogán también de hielo, a razón de 3,5 del ala, si no falla la memoria. Allí, por un doblez de los jardines, han puesto el inmenso castillo del Grand Prix pregonándose por los altavoces a grito pelado, y está tan rodeado de árboles y de pajarracos aquello que parece que le hayan puesto megafonía a un templo birmano. Tiro al blanco, buñuelos, chocolate, calesitas, choripán. La música está alta y se parece tanto a la del Zara que entran ganas de descambiar unos leggings. Dicen los muchachos que trabajan en la pista que allí, en los momentos más álgidos, suele haber unas 200 personas juntas patinando. Y que en esos instantes de frenesí cósmico, los primeros patines que se agotan son los de las tallas 36 a 39. Y que por las mañanas van más los niños, mientras que al anochecer el hielo se puebla de parejitas, jovenzuelos y adultos. Y que el otro día se partió la muñeca un muchacho, pero que ya la traía tocada de casa, y que lo normal es que no pase gran cosa: alguna luxación, un culazo, poco más. Lo normal en una migración. Nada que no se arregle con un semáforo.

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