Cultura

¡Qué pechá de bailar!

Eduardo Guerrero desarrolla una suerte de monólogo dancístico en el que toma elementos del ballet clásico, el folclore y la danza contemporánea sin dejar de ser genuinamente flamenco.

el 04 oct 2014 / 21:43 h.

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EduardoGuerrero, en un momento de su desbordante actuación en el Teatro Central. / El Correo EduardoGuerrero, en un momento de su desbordante actuación en el Teatro Central. / El Correo EL CALLEJÓN DE LOS PECADOS * * * * Escenario: Teatro Central. Dirección, coreografía y baile: Eduardo Guerrero. Cante: Pepe de Pura, Enrique El Extremeño, Emilio Florido. Música y toque: Jesús Guerrero y Miguel Pérez. Entrada: Lleno.   Mucho baile y un buen cuadro atrás repleto de figuras. Es la síntesis de este espectáculo, una suerte de monólogo dancístico que parece concebido para el lucimiento de Eduardo Guerrero, un bailaor gaditano que, aunque joven, cuenta con una fructífera trayectoria. Para conformar su estilo el bailaor y coreógrafo integra recursos de otras disciplinas. Del ballet clásico toma una exquisita colocación y una impecable ejecución de las vueltas; del folclore el movimiento de brazos y manos, así como una forma particular de recogerse; y de la danza contemporánea la ductilidad y su espíritu transgresor. Desde luego este ejercicio de integración no es nada nuevo. Pero curiosamente el resultado es una especie de clásico español renovado, donde pesa más el flamenco que todo lo demás. Gracias ello se permite el lujo de comenzar perfilando imágenes sinuosas, retorciendo el cuerpo con el torso desnudo alrededor de una silla, cuyo espaldar está compuesto sólo por dos largos tubos metálicos que Eduardo, en un momento de la actuación, acaba convirtiendo en dos líneas paralelas. Y como si de un malabarista se tratara taconea sobre ellas desafiando los límites del equilibrio. Con ese principio podía parecer que su propuesta iba a ser más contemporánea que flamenca. Tal vez por eso en la segunda pieza, bajo un sonido de ruido indeterminado, se dirige hacia el fondo del escenario para enfundarse un traje de corto cuyos adornos remiten al universo taurino. Así vestido se dispuso a bailar una caña acompañado por El Extremeño, quien invadió el ánimo del respetable con ese metal suyo de ecos atávicos. Con esa pieza el bailaor marcó lo que sería el resto del espectáculo: un despliegue de fuerza, poderío y virtuosismo al servicio de un taconeo tan impecable como vertiginoso y una actitud corporal elegante y provocadora. La puesta en escena, plenamente al servicio del baile, estaba constituida solo con el vestuario y un curioso diseño de luces que lo mismo acotaba que abría el escenario. En ese sentido se echa en falta un desarrollo dramatúrgico, que además de justificar el título, la elección de las letras y el repertorio sacara la obra de los márgenes de un mero recital de baile. No obstante Eduardo Guerrero consigue conmocionar al espectador con el barroquismo de su taconeo, al que antepone la sencillez de los remates, conformados la mayoría con gestos de desplante. Dio buena cuenta de ello con la caña, y con la pieza que bailó para el solo de guitarra de Jesús Guerrero, cuya sonanta ha sido todo un hallazgo para esta Bienal. Al término de la caña Pepe de Pura, que esa noche estaba en estado de gracia, nos brindó una milonga que endulzó nuestros corazones y nos preparó para la explosión rítmica de los tangos. Eduardo se propuso sacar todo lo que tiene de sensual este palo y su meneo de torso y el vaivén de sus caderas rozaron lo sublime. Como contrapunto Emilio Florido puso una capa de solemnidad a la escena con su interpretación contenida de la malagueña. Y de nuevo El Extremeño nos encogió el estómago con un cante de trillas que Eduardo bailó con el gusto que ese palo se merece. A esas alturas ya nos había demostrado su capacidad para sentir y transmitir las emociones que se desprenden de cada cante. Y todavía quedaban las seguiriyas, tan potentes que el público se quedó impactado. El listón estaba ya muy alto pero el bailaor se resistía a poner el broche final y dispuso que El Pájaro, pandereta en mano, nos dedicara un guasón solo de percusión que terminó con todo el cuadro tocando por bulerías. Eso preparó el terreno para los fandangos, con los que una vez más Eduardo lució su garbo. Al igual que con las alegrías, que impregnó de la gracia de su tierra con un meneo de hombros al que solo le faltaba el mantón. Lástima que, a esas alturas, estuviéramos ya empachados de tanto baile.

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