Hasta el XVIII a todo el mundo le parecía normal que se diera tormento a un acusado sin saberse si era culpable o no y que las ejecuciones capitales fueran públicas. A mitad de ese siglo Cesare Beccaria, abuelo de Manzoni, escribió su obra De los delitos y las penas en la que, entre otras cosas, llamaba a abolir la tortura, dado que, al practicarse para averiguar la culpabilidad, siempre podrían padecerla los inocentes. El movimiento ilustrado hizo suyos el argumento y la reivindicación de modo que los tormentos fueron prohibidos por la Revolución Francesa.
De esta aversión al sufrimiento se derivó, no la abolición de la pena de muerte sino el llevarla a cabo rápida y limpiamente con la guillotina que se exportó a América como parte de la civilización; el hecho quedó magistralmente narrado por Alejo Carpentier en El siglo de las luces. Hasta finales del siglo XIX el castigo fue público y, en muchas ocasiones, multitudinario, una especie de circo de la muerte en el que la gente unas veces increpaba al condenado y otras lloraba con sus palabras antes de entregarse al verdugo.
El movimiento contra la pena capital consiguió el siglo pasado su abolición en la mayoría de países avanzados. Pero, conforme la muerte pública ha ido desapareciendo, ha emergido otro espectáculo que congrega a la sociedad ante el televisor cada vez que un crimen la conmociona. Hay cadenas en busca de audiencia mezclando información y morbo al estilo de Primera plana, de Billy Wilder, contribuyendo a que, luego, la corriente llegue a la vía pública con velas en ciertos enclaves, paseos por el lugar de los hechos y faenas policiales de rastreo con espectadores. Es otro circo de la muerte, igual de obsceno que el congregaba a la multitud ante un patíbulo; se necesita una ética y un movimiento que acaben con él.
Antonio Zoido es escritor e historiador