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¿Qué se cuece por aquí?

¿Podría Ferrán Adrià sostenerle la mirada a un langostino de Sanlúcar? ¿Quién tiene a Dios de su lado en esta guerra civil de cocineros? ¿El catalán y su semiótica sensorial o Santi Santamaría y su ven acá que te vas a enterar tú de lo que es comer? En Sevilla, chefs de uno u otro bando se apuntan al bombardeo.

el 15 sep 2009 / 05:42 h.

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¿Podría Ferrán Adrià sostenerle la mirada a un langostino de Sanlúcar? ¿Quién tiene a Dios de su lado en esta guerra civil de cocineros? ¿El catalán y su semiótica sensorial o Santi Santamaría y su ven acá que te vas a enterar tú de lo que es comer? En Sevilla, chefs de uno u otro bando se apuntan al bombardeo.

"Aquí en el restaurante Barbiana somos completamente opuestos a Ferrán Adrià, para qué voy a decir otra cosa. No nos gusta marear la perdiz". Ni emulsionarla, dice el jefe de cocina, Manuel Sánchez, cuya voz se quiebra como la de un saetero al pronunciar la palabra marisco. Desde luego, es para emocionarse el cruce de miradas que hay entre el personal y las gambas en esta casa sevillana, tan alejada de las ideas de El Bulli como pueda estarlo un esquimal de un hotentote. Ni sashimi tibio de bogavante al wasabi ni ninyoyaki de castañas: con un cazón a la marinera ganaron hace dos años el concurso de Berasategui. Tela. "Y eso que el cazón a la marinera no tiene na", reconoce el artista Sánchez.

"Yo he estado comiendo en El Bulli", confiesa el de Barbiana, con el mismo tono que emplearían un viejo trampero o un avezado exorcista para narrar sus más fantásticas peripecias. "Estuve allí comiendo", repite, como si fuese necesario precisar este punto. "Había mucha sofisticación. Me sorprendió. Me pusieron un plato... Se llamaba algo así como concentrado de boquerones. Eran tres tiritas así, muy estrechitas. Parecían patatas chips. Todo químico. Aquello no sabía a nada, y mucho menos a boquerones. Treinta euros costaba, me parece. Así están, claro." Habrá quien sospeche que ninyoyaki de castañas es una alusión alegórica a la cuenta, pero no: es un plato precioso y digno de admiración.

Bueno, en realidad no es un plato. Es un morphing. Los morphings son extrañas criaturas de El Bulli que habitan en las profundidades de los contextos culinarios y que sustituyen a los postres, o bien son pre-postres, o post-platos. Están las cerezas esféricas al yogur y saúco, el niguiri de daikiri (no confundir con el tararí que te vi, que ése viene luego), los moshis (pelotitas) de café y guanábama, el polo de fresas con peta-zetas al eucalipto... Hay un montón. Por lo menos para llenar un plato. "Nada, nada", refunfuña, tajante, Manuel Sánchez: "Nada de disfraces. En esto, cuanto más clarito, mejor. Lo contrario es maleducar al cliente."

Para llegar a esta conclusión, en el restaurante Barbiana se han tenido que llevar 23 años conviviendo a diario con las grandes exquisiteces de la gastronomía, donde la mano del hombre tiene un cometido justito y preciso, a partir del cual sobra toda intervención humana que no sea comérselas. "Defendemos a muerte lo tradicional. Lo moderno no tiene futuro. Mire, mire todos los restaurantes modernitos que están cerrando."

Y uno va y mira, hasta que se encuentra con José Luis Carabias, quien lamenta tener que disentir de la opinión de su colega. Es el chef del San Fernando 27, otra de las mecas culinarias de Sevilla. "Yo sería un hipócrita si estuviese de parte de Santi Santamaría, porque aquí usamos habitualmente los productos de El Bulli, el restaurante de Ferrán Adrià." Como todo el mundo sabe ya a estas alturas, las críticas de Santamaría a Adriá se basan en el uso de "gelificantes y emulsionantes de laboratorio" para conseguir no sólo que la comida esté buena, que es algo que se presupone a todo cocinero profesional, sino que encima afecte gratamente a los cinco sentidos. Lo dice la declaración de principios de El Bulli en su punto número 10: Los estímulos de los sentidos no sólo son gustativos: se puede jugar igualmente con el tacto (contraste de temperaturas y texturas), el olfato, la vista (colores, formas, engaño visual, etc.), con lo que los sentidos se convierten en uno de los principales puntos de referencia a la hora de crear. En opinión de Santi Santamaría, pura química.

"No es pura química", repone el jefe de cocina del San Fernando 27. A su modo de ver, todo se debe a un error lingüístico. "La química está presente en las cocinas de todo el mundo, ya sea para dar sabor, volumen o lo que sea. Lo que no debe estar ni usarse en una cocina es la palabra química, porque da a entender que estamos refiriéndonos a productos peligrosos o artificiales cuando, en realidad, la química de las cocinas proviene toda de productos naturales." Una vez defendido Adrià, Carabias pone las cosas en su sitio: "No es mejor cocina la más sofisticada. Lo mejor es una mitad Santamaría y otra Adrià. El problema de la cocina vanguardista es su exceso, sus nombres, lo de las tortillas deconstruidas."

Para los críticos, lo del catalán también peca de una imperdonable pose snob sobre el vulgo. Uno de los platos del chef criticado se titula (ésa es la palabra) Áspic caliente de nécoras con cous-cous de minimazorcas: justo lo que uno se prepara de cena, con tres cosas y media que pille en la nevera, cuando no tiene ganas de pensar. También hace callos con garbanzos, pero minimalistas, cuadraditos y en rodajitas. ¿Elitismo? ¿Arte? "No lo sé. Yo lo que no quiero es ir a un restaurante, que me pongan un plato así de grande con un cachito así de chico y luego irme con hambre y tener que meterme en una hamburguesería." La respuesta es del chef de El Espigón, José Cordón, que no entiende los callos como no sean de los de meterles pan.

"Uno tiene que saber lo que está comiendo", dice José. "Un cuadraíto, no." Y eso que se ha llevado toda la entrevista defendiendo la idea de que lo suyo es tomar lo bueno de uno y lo bueno del otro y aprender de esos dos grandes cocineros, teniendo cada cual su libertad y atendiendo al respeto debido a las leyes no escritas de la cocina. Pero cuando llega a lo del cuadradito, los dientes le rechinan inevitablemente. "Ahí es donde yo no estoy con este hombre, con Adrià. Está bien decorar los platos, pero lo importante es que sea un buen plato, bien servido, con un buen pescado o una buena carne. Si va decorado, mejor; pero lo importante es que esté limpio y que esté bueno." Y una receta: "Lo más elaborado no es lo más vanguardista. La cocina tradicional es mucho más elaborada." De acuerdo con que la gastronomía es creación y la creación es libertad, "pero con todo y con eso, yo estoy con Santamaría: quien va a un sitio a comer, va a comer", y no a ponerse un empaste.

¿Quién trae paz aquí? Monsieur André Sabouret, un caballero, que es lo que no se puede dejar de ser. Es el jefe de cocina del Hotel Alfonso XIII. Sin profundizar en el quid de esta batallita estéril, en la que entra en juego un libro que hay que vender y una cocina que hay que promocionar (o sea, dinero), su parecer es que "se están rebasando los límites de forma inaceptable". Ni codicia, ni arte, ni excusas que valgan. "Nuestra profesión es de unión. La cocina es como un templo sustentado por todas sus columnas, donde ninguna sobra. Respetando las bases de la cocina, que cada cual trabaje con su libertad. En cuanto a los estabilizantes, los colorantes y todo eso, se utilizan en todos los alimentos que compramos y están autorizados por la UE. De modo que en esta historia lo que hay es publicidad. Como en la canción de Chikilicuatre, donde lo importante no era defender a España sino ganar dinero. Dicho eso, sólo queda por añadir que la mejor cocina es la de las abuelas." Y mucho tienen que cambiar las cosas para que Santamaría o Adrià lleguen a serlo algún día, con o sin la ayuda de emulsionantes.

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