Los archivos históricos y administrativos que se consiguieron recuperar cuando llegaron a la nave situada en el polígono El Muro. Tal día como hoy de hace un año, a las 7.15 de la mañana era noche cerrada, aunque el resplandor de las llamas y una poderosa columna de humo iluminaran para mal al archivero municipal de Los Palacios y Villafranca, Julio Mayo, que salió precipitado de su casa por una llamada telefónica que él interpretó como una broma, ignorando aún que toda la documentación del pueblo, administrativa e histórica, al menos desde el siglo XVII, podía convertirse en pasado literal, porque iban a desaparecer bien por el fuego que ya lo abrasaba todo bien por el agua con que los bomberos se afanaban en combatirlo. El incendio que afectó al Archivo Histórico Municipal de este pueblo generó de inmediato una polémica política de la que sólo el archivero y su batallón de voluntarios se abstuvieron, y no sólo durante los seis días que duró la evacuación. La Guardia Civil concluyó meses después que el origen estaba en el cortocircuito de un aire acondicionado, pero para entonces la docena de piezas que se pensó en un primer momento podían salvarse se convirtió en una nave de 2.000 metros cuadrados repleta de documentación chamuscada y mojada simultáneamente. Miles y miles de papeles de distinta índole salvados del olvido, que sólo «el empeño personal del archivero en los primeros momentos», como han repetido restauradores, profesores y autoridades varias sorprendidas con este salvamento milagroso, pudo hacerlo posible. No en vano, Mayo, bañado en sudor, lágrimas y desesperación, intentó varias veces adentrarse en el archivo carbonizado del que salían cada cinco minutos los bomberos, que habían acordonado la zona, para tomar oxígeno. Los agentes de la Guardia Civil amenazaron con denunciarlo. Pero su insistencia y la intercesión del alcalde, Juan Manuel Valle, hicieron que los bomberos atendieran a su croquis para salvar la mayor joya documental del pueblo, el Libro del Becerro, que recoge el pleito que mantuvieron entre 1631 y 1644 los vecinos de Villafranca de la Marisma para impedir que el Duque de Arcos, señor de Los Palacios, comprara sus tierras. «Me desconsoló mucho ver cómo lo que querían era limpiar y sacaban ya montones de papeles», cuenta Mayo un año después, y recuerda que consiguió poner dos cubas para facilitar el escrutinio entre lo totalmente insalvable y sobre lo que aún cabía esperanza. Gracias a ella, se consiguieron salvar un millar de documentos históricos, casi el 90 por ciento del total, y más del 50 por ciento de la documentación administrativa. Todo fue trasladado a una nave municipal del polígono industrial El Muro, adonde a lo largo de un año han acudido con regularidad de hormigas perseverantes medio centenar de voluntarios. «Primero fue salvarlo del fuego, luego del agua, pero más tarde llegó el hongo», explica este archivero al que la Consejería de Cultura y la Asociación Andaluza de Archiveros están llevando por todas las capitales de la región para instruir, en congresos y simposios, acerca de lo que ya profesionales de la talla de Arsenio Sánchez (Premio Nacional de Restauración y Conservación de Bienes Culturales 2013) habían recogido teóricamente pero que sólo la hazaña de Julio Mayo ha podido ilustrar en la práctica. Por otro lado, «se están sentando las bases para que el archivero, en una hecatombe así, sea autoridad; tenga voz y voto en las decisiones», asegura Mayo. El archivero municipal, Julio Mayo, con el Libro de Becerro entre sus manos. Cuando al cabo de una semana toda la historia escrita de Los Palacios yacía en el suelo de la nave municipal, restauradores como Rocío Hermosín, Andrés Alés y Yolanda Abad advirtieron a Mayo de que el segundo enemigo, tras el fuego, era el hongo. Oreados los documentos, los voluntarios se afanaron en ponerle a cada hoja papel secante, que en rigor fue papel absorbente que donó la empresa Juvasa. Otras empresas como Tableros Nicolás trajeron mesas. Y mientras los voluntarios metían y sacaban papel secante de los libros paulatinamente desprovistos de humedad, Mayo consultó, día y noche, soluciones a las catástrofes parecidas en Alemania e Italia a lo largo del siglo XX, e incluso en pueblos como El Pedroso o Peñaflor. La necesidad, que es imaginativa, los llevó a pasar los documentos del suelo a cordeles de los que pendían para su secado, y luego a cajas de plástico en las que se habilitaron varios pisos con palillos de pinchitos. Se hizo imprescindible matar al hongo para siempre, y fue entonces cuando el restaurante Manolo Mayo ofreció que toda la documentación histórica reposara en una habitación de su establecimiento con aire acondicionado permanente, a 15 ºC, durante meses. En Nochevieja, Mayo dio permiso al guarda de la nave para que fuera a tomarse las uvas, y se quedó él. «Esto no se ha quedado solo jamás, y eso hay que agradecérselo a un Ayuntamiento que ha entendido la importancia de esta recuperación», dice el archivero. Del sufrimiento se han cosechado miles de cajas, con libros de cuentas de Villafranca de la Marisma, del siglo XVIII; cuentas municipales del XIX, archivos de la guerra, la transición La documentación histórica salvada está pendiente de ser restaurada, y la administrativa, de ser catalogada con signaturas nuevas, aunque respetando la misma clasificación en un archivo que ahora tendrá cerrados los vanos al exterior, en el que se ha construido un vestíbulo a modo de cortafuego, con una instalación eléctrica de materiales ignífugos y que contará con unos archivadores compactos y móviles con cierre hermético.