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Regalos

En el cine Cervantes de Sevilla proyectaban la última versión de 'Titanic'. La cola para sacar las entradas ocupaba parte de la calle Amor de Dios y se movía más lenta que un juzgado valenciano.

el 16 sep 2009 / 06:45 h.

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En el cine Cervantes de Sevilla proyectaban la última versión de Titanic. La cola para sacar las entradas ocupaba parte de la calle Amor de Dios y se movía más lenta que un juzgado valenciano. Un joven, con generosa voz de tenor, rompió la paciencia con un sonoro aviso: "Al final, el barco se hunde". Nadie se sorprendió con la broma, salvo un enchaquetado caballero que protestaba como si se hubiera desvelado la conclusión del filme. El gesto provocó la carcajada de todos porque conocían el argumento. Pero es verdad, las películas pierden interés cuando se sabe cómo acaban. Por eso extraña el repullo de algunos con la decisión judicial sobre la rama valenciana del culebrón de los regalos. Desde la mitad de la serie se sabía que los culpables no serían los receptores del PP ni el "sentido común", que nadie acaba de definirlo, sino que apuntaba a los periodistas, que somos unos inquisidores. Eso se intuía desde que se dió a conocer que dos de los juzgadores son "como hermanos" del presidente Camps, y no se molestaron en desmentirlo, ni en la renuncia de competencias que demanda la ética.

Sin embargo, el auto judicial es tan imperfecto para el guión que acepta la existencia de regalos como si no tuvieran conación, y lo cierto es que los famosos trajes no pueden responder al concepto de regalo porque éste tiene como principal factor el de la sorpresa, que no se dio con la ropa porque los indumentados se dejaron tomar medidas, les realizaron pruebas y conocían bien el curso de las perchas. Aún así, no puede decirse que sean elegantes porque anduvieron acosando a los juzgadores y mintiéndole a ellos y a la población española. No hay sorpresa alguna; claro que, si los trajes no son regalos, ¿qué son entonces? ¡Ahhh!, cualquiera puede intuirlo, pero debieron aclararlo los jueces con un auto perfecto, aunque quizás tenían prisas para ir a celebrar su invento, ese que bien interpretado insinua que Camps y sus adláteres carecen de poderes e influencias en la administración valenciana, algo que se antoja tan gracioso como avisar del hundimiento del Titanic a quienes iban a ver la película.

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