La religiosidad de la gente normal y corriente anduvo aquí por caminos aparentemente obvios pero que, en realidad, no lo eran tanto. Cuando Carlos V legó a su hermano el imperio germánico surgió el español; obligado por extensión y enemigos ser católico a machamartillo, echó sobre sus hombros la defensa del Concilio de Trento, donde la Penitencia era lo que diferenciaba de los protestantes. Se fomentaron entonces estas cofradías como el instrumento para exhibir la religiosidad no de cada persona sino de un país del que el catolicismo era parte indisoluble.
En la calle la Inquisición perseguía la oración mental, considerando herética la creencia en una relación personal y sin intermediarios jerárquicos -sacerdotes y obispos- con la divinidad; de ese peligro la gente, cuya religiosidad se basaba precisamente en la comunicación con un Ser divino y cercano, pudo escabullirse por el portillo de la hermandad donde la representación teatral del momento pasionista -el silencio de Jesús o las caídas de Jesús- se personificó para convertirse en Jesús del Silencio o Jesús de las Tres Caídas o la Virgen María en la Virgen del barrio a quienes rezar. Religión oficial y religiosidad personal fueron juntas pero no revueltas.
Cada vez que la Iglesia ha usado las hermandades para objetivos nacionalcatólicos se ha encontrado con que éstas no ponían dificultades (para eso estaban) pero de ello no se han derivado cambios de comportamiento social. Pasó en la huelga de cofradías de la II República y parece que va a pasar ahora con la ley de interrupción del embarazo. Que no se equivoque nadie: cuando se propongan solemnes proclamaciones de defensa de la vida, nadie dirá que no pero más de uno estará pensando que aquello le viene muy bien: es la insignia que necesita para el nuevo tramo de nazarenos.
Antonio Zoido es escritor e historiador