Se ha transformado en moneda corriente dentro del debate político último el impulsar reflexiones alrededor del concepto de rendición de cuentas (traducción más plausible del término accountability), que vendría a cubrir toda la amalgama de controles, restricciones y supervisiones a la que debería someterse idealmente el poder en una democracia. Y, en su sentido más amplio, todo tipo de poder, no únicamente el de los responsables elegidos para ocupar puestos en las administraciones públicas.
Dicho esto, a la hora de entrar en detalles la noción anterior muestra unos rasgos poco claros y cambiantes según la perspectiva que se adopte. En principio, nadie duda de la existencia de un primer nivel de responsabilidad en las democracias liberales: la que se sustancia, de manera puntual y periódica, a través de elecciones, y, de forma continua, por el control de los órganos institucionales de control y jurisdiccional.
No obstante, la rendición de cuentas que ocupa los debates teóricos no es esta, sino aquella que pretende, en primer lugar, cubrir los muchos huecos que deja la batalla político-parlamentaria, entendida como campaña electoral permanente que tiende al amarillismo informativo y que relega a la sombra el grueso de la agenda de los gobiernos, dejando por el camino una ciudadanía con poco interés por la política y cada vez menor participación electoral.
Ciertamente, la evolución de los sistemas de gobierno, visibles e invisibles, nos obligan a dotarnos de nuevos sistemas de control y de rendición de cuentas. Hemos aprendido por la vía más dura que las presiones desregulatorias de los lobbies financieros conducen en línea recta hacia el desastre para la mayoría, al tiempo que se garantiza la socialización de las pérdidas de las entidades que tuvieron la previsión de poner en su consejo de administración a expresidentes, exministros (uno o varios) y/o exdirectores generales del BM o del FMI. Así pues, el entramado de poder irresponsable e incontenible (pero aún así antes protegido que perseguido por la ley) no hace más que crecer bajo diferentes formas.
En "Reinterpretando la rendición de cuentas o accountability: diez propuestas para la mejora de la calidad democrática y la eficacia de las políticas públicas en España", un texto muy reciente de la Fundación Alternativas firmado por Eduard Jiménez Hernández, se reflexiona a fondo sobre las contracciones mencionadas y se aportan algunas conclusiones novedosas.
No tengo hoy espacio para desmenuzar sus propuestas concretas, entre las que se cuentan la introducción de la transparencia en la técnica legislativa, la corresponsabilización de los beneficiarios de subvenciones, la realización de memorias de los planes nacionales que permitan visualizar las políticas y sus resultados; nuevas formas de participación y e-democracia, la revitalización de los consejos de participación, impulso político e institucional de las conferencias sectoriales, la valorización del presupuesto por programas y el control interno como instrumento de rendición de cuentas, el reforzamiento de las políticas estatales de evaluación y la modernización administrativa, o la ampliación del ámbito competencial del Tribunal de Cuentas.
Las buenas noticias son que, si deseamos recobrar la legitimidad de la democracia, nunca como hoy existió un arsenal tan amplio para la fiscalización de lo público, ni nunca se dieron tantas actividades o se emplearon tantos recursos en rendir cuentas en los diferentes ámbitos: político, mediático, técnico y jurídico. Y tampoco hubo nunca tanto potencial tecnológico para hacer más transparentes y difundidas las actuaciones gubernamentales. Como en tantas otras cosas, el problema no es la falta de medios.