A este cronista le duele Sevilla, y no hay nada más triste que ver, una tras otra, perder las señas de identidad de lo que fue la ciudad. Uno, que vivió la perdida dolorosa de Triana, ve cómo, poco a poco, los apartamentos de lujo, esos en los que parece que nunca vive nadie, fueron llenando las calles antaño llenas de vida. Cómo los vecinos de toda la vida, a veces desahuciados de mala manera con expedientes de ruina dudosos -¿verdad Encarna?, ¿verdad Manolo?-, tuvieron que marcharse al Tiro de Línea, al Polígono San Pablo. Uno, digo, con dolor pasea las calles de otro arrabal histórico, San Bernardo, y ve sus calles muertas, sus negocios cerrados; tan sólo, como un bastión en alto, la parroquia. Especulación y ladrillo, desnaturalización de nuestros barrios históricos.
Allí llegó el Mesón de la Sangría hace años, desde la Avenida de la Cruz Roja, otra calle muerta entregada al vacío de un absurdo carril bici, convertida en calle de carreras para los coches que no pueden ni parar un segundo. En la Cruz Roja se fraguó el negocio, pero se hizo en San Bernardo una referencia de las tapas caseras. Poco a poco, se convirtió en lugar de peregrinaje para los que buscaban un bar de barrio auténtico, sin alardes estéticos, incluso con un mobiliario un tanto chirriante, pero entrañable. Mesas y sillas de plástico, azulejos de cuarto de baño moderno, cuadros con vistas de Sevilla, bodegones, vírgenes y un azulejo del Crucificado de San Bernardo, y detalles entrañables, como esa estufa de butano de tres fuegos, la catalítica, aquella de "...compre una AGNI y tire la vieja", buena barra, de acero inoxidable.
Para trasegar cerveza Cruzcampo fría y bien tirada, ¡qué bulla para pedir ese Miércoles Santo una caña en plástico!, ¿os acordáis Rafa, Pepe,Manolo? Pide que viene el "paso", luego a la peña sevillista, ese día no hay colores, hasta los béticos entramos, porque ese día todos somos negros y morados.
El Mesón de la Sangría cierra a final de mes. ¿Y le sacamos un artículo a un bar que va a cerrar?, claro que sí, porque no es un bar, es otra muestra de cómo mueren nuestras cosas. A la Sangría se la lleva por delante la puñetera crisis, Antonio, después de nueve años llevando el negocio donde ha estado toda su vida de empleado, se va, hombretón grande y amable, no puede ocultar su cara de tristeza al contarlo.
Pero yo les animo a que vayan antes del cierre, a que prueben esa sublime carne de pavo deshuesado con frutos secos y ciruelas pasas, a que esperen las tapas de cuchara con unas papas aliñás con buen aceite de oliva, la mítica sopa de tomate de la casa, el San Jacobo casero, el menudo o callos a la madrileña, los fideos con almejas, la sangre encebollada, las gambas al ajillo, los boquerones adobados,... Y beban la sangría de la casa o el buen tinto de pitarra de Bodegas Toribio que viene de Puebla de Sancho Pérez. Compartirán el salón con unos hombres de mono azul que han hecho un alto en el taller o con varios tipos de corbata, aquí no hay clases, buena comida casera y buenos precios.
Para endulzar la despedida hay postres caseros, macedonia de frutas, tocino o flan con nata, crema de higos con helado de vainilla, trufas con nata o crema de castañas.
Mientras, se levantan torres de Babel en honor de nuestra soberbia, se van perdiendo los restos de la ciudad soñada, la que pervive en la memoria, la que, de vez en cuando, te sale al paso tras una esquina a la sombra de un naranjo.